Europa quizás se esté haciendo vieja, y lo peor, sin
haber aprendido nada de su experiencia histórica. En los prolegómenos de la
guerra de Irak, el secretario de Defensa de Estados Unidos, Donald Rumsfeld, ante la resistencia de Francia y Alemania a colaborar
en los planes de guerra trazados por el fatídico trío de las Azores, habló de
‘La vieja Europa’, con ese tono prepotente y despectivo que tienen los
ignorantes de la Historia. Era una proposición de guerra plagada de mentiras
(se sabía que no había armas nucleares) y sustentada en intereses comerciales
(el grado de privatización de la guerra alcanzó cotas desconocidas hasta
entonces), como después se demostró.
Aquel montaje fue el que realmente estuvo imbuido por esa vieja y deleznable política
aludida por Rumsfeld: uso irracional de la fuerza, desprecio a la vida humana, intereses
económicos, venganzas personales, negocio a costa de la represión y la muerte…
Aquella Europa que se mostró digna frente a la barbarie
parece que hoy, sin embargo, ha perdido mucha de esa dignidad. La Europa que se
levantó contra la guerra era representativa de unos valores e ideales que el
tiempo ha ido ocultando o diluyendo, cuando no destruyendo hasta límites irritantes.
Mucho me temo que aquello que Rumsfeld tildó de vieja y decadente
Europa venga ahora a reconocerse trece años después, pero no porque se niegue
como entonces a participar en una guerra, sino por regirse por pautas rayanas en
la insolidaridad y la ausencia de valores.
Algunos de los últimos
acontecimientos habidos han abochornado al mundo: la humillación que protagonizaron
unos hinchas holandeses de fútbol sobre un grupo de mendigas, arrojándoles
monedas en la plaza Mayor de Madrid, o el degradante trato al que se está
sometiendo a decenas de miles de refugiados sirios. Cuando la sociedad civil en
tiempos de paz es capaz de humillar y vejar a otro ser humano en una plaza pública
o en una frontera, con total impunidad e indiferencia, es cuando podemos decir
que hemos caído en una bajeza moral semejante a la que promovió aquella guerra
de Irak (tan sólo recordemos la prisión de Abu Ghraib y las vejaciones a los
presos). Y no es que en una guerra todo esté justificado, ni siquiera la propia
guerra, pero lo que vimos en nuestra sociedad del confort hace unas semanas en
Madrid, Barcelona o Roma, por parte de algunos seguidores del PSV de Eindhoven,
el Arsenal o el Sparta de Praga, fue tan bochornoso como inmoral. Y todo ello
protagonizado por ciudadanos que provienen de una Europa que se ha volcado durante
decenios en promover una educación en valores entre su juventud.
Europa quizás se haya hecho vieja y quede poco del
proyecto de construcción plurinacional nacido del Tratado de Roma, que despertó
tanta ilusión y esperanza, pretendiendo equilibrar un mundo polarizado por dos
grandes bloques antagónicos. La gran depresión económica desencadenada en 2008
ha mostrado su debilidad para erigirse en instrumento capaz de proporcionar bienestar
a sus ciudadanos, desvelando asimismo su claudicación ante los poderes
económicos. La capacidad de reacción de Europa ante los problemas que se han
presentado ha quedado en entredicho, al tiempo que su población se ha visto
sometida a niveles de privación social y económica como hacía décadas no había
soportado.
La Unión Europea (antes
Comunidad Económica Europea) se erigió en un espacio de bienestar, donde sus
ciudadanos debían ser la referencia principal en una entidad de progreso. Poco
o nada se cuestionó de ella mientras el crecimiento económico atendió necesidades:
elementales, consumistas y, si me apuran, espirituales. Eran los tiempos de la expansión
global dentro de aquel espacio económico soñado por el mercado, como también por
los habitantes de muchos territorios desfavorecidos del planeta (África
mediterránea o subsahariana); un espacio que despertó el interés de millones de
jóvenes dispuestos a escapar de la miseria, la privación y la falta de
esperanza. Todo eso se facilitó durante años, cuando sirvieron de mano de obra necesaria
para una época de expansión económica, hasta que dejó de interesar en el
momento que la crisis se presentó.
Desde entonces Europa ha mostrado su rostro más
desagradable y una inoperatividad insultante ante lo que se le ha presentado. Miró
las tragedias humanas que llegaban a Lampedusa, igual que hace ahora con los
refugiados sirios, como si estuviera sumida en un estado de shock, sin saber
cómo reaccionar. Parecido a lo que hizo décadas atrás cuando se practicó en
Srebrenica la limpieza étnica de miles de musulmanes, como si aquello fueran prácticas
que no iban con ella y fueran cosa de otras épocas y no de un siglo lleno de
avances en la cultura, la medicina, la técnica o la civilización. Ahora unos
hinchas de fútbol han humillado a unas mujeres rumanas que pedían limosna y los
Estados europeos se muestran incapaces de resolver una crisis humanitaria como
la de los refugiados sirios, que huyen de una guerra en la que Europa tiene su
parte de culpa.
Ya el proyecto europeo
salido del Tratado de Maastricht, materializado en una Constitución europea,
sufrió un duro varapalo en Holanda y Francia, que sólo el apaño del Tratado de
Lisboa (2007) pudo sostener precariamente, y que ha ido a la deriva en estos
casi diez años. Hoy estamos viendo las consecuencias de esa falta de unanimidad
en el apoyo al proyecto europeo, incluso escuchamos voces contrarias al mismo que
están ganando fuerza. La de Londres acaso sea la que más se escucha. Europa se
ha refundado con pies de barro y eso se nota. Debilidad económica en la actual
crisis mundial, debilidad en la acción de política exterior, debilidad en
materia de seguridad… Demasiadas debilidades para no pensar que tal vez estemos
ante una Europa que se agota.
* Artículo publicado en el periódico Ideal de Granada, 4/4/2016.
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