Hace
unos días fui invitado a impartir una conferencia a alumnos de
segundo de Bachillerato con motivo de la inauguración del curso
escolar. La titulé: “El futuro que viene. Claves para entender
estos tiempos convulsos”. Ante mí se congregaron más de un
centenar de alumnos con caras rebosantes de juventud y de futuro. Al
verlos tan de cerca me dije que cómo se me había ocurrido pensar en
un tema así —me habían dado a elegir la temática— y hablarles
del futuro que viene, cuando precisamente es lo que les sobra a
ellos.
Para
empezar les cité lo que había escrito Amin Maalouf, en su obra El
desajuste del mundo. Cuando nuestras civilizaciones se agotan,
sobre que el siglo XXI debería ser el siglo de la cultura y la
educación, ya que el siglo XX habiéndolo pretendido no llegó a
serlo. Y que la cultura y la educación son las que nos pueden ayudar
a afrontar ese futuro desde el conocimiento y el respeto hacia los
demás, cuestionando la propaganda que nos manipula y enfrentándonos
al poder.
El
temor —proseguí— es que nos ofrezcan un futuro ya hecho o, lo
peor, impuesto, en el que nosotros no tengamos la posibilidad de
participar. Y que ese era parte del peligro de los tiempos que
corren: sucumbir a todos esos poderes que se han erigido en
controladores de nuestras vidas y que están empeñados en
construirnos el futuro.
No
hay nada más triste que nos engañen y que nosotros nos dejemos
engañar. Por eso les decía que evitaran dejarse embaucar con el
futuro que viene contado por otros, pues conociendo el presente que
nos rodea teníamos datos suficientes para saber cómo sería ese
futuro. Que los mayores que allí estábamos (profesores, padres)
teníamos la experiencia de que nos habían prometido tantos futuros
que, cuando los hemos conocido, se nos ha derrumbado todo.
Les
hablé también de la convulsión del mundo actual, de cómo hemos
entrado con mal pie en el siglo XXI (atentados del 11-S, guerras en
Afganistán o Irak, sempiterno conflicto de Oriente Próximo,
terrorismo islamista, crisis económica traída por la voracidad del
neoliberalismo), de cómo las sociedades actuales se tambalean
fácilmente, de este mundo que sostiene las mayores tasas de pobreza
de la historia (cuando probablemente como nunca tengamos los medios
económicos y tecnológicos para erradicarla), de la destrucción
galopante del medio ambiente (cambio climático incluido) y cómo,
sin embargo, no éramos capaces de renunciar a nuestro de ritmo de
vida y de consumo, que tanto acelera el agotamiento de los recursos
planetarios.
Quizás
me mostrara un poco catastrófista a tenor del auditorio que me
escuchaba, luego lo pensé. Pero fui incapaz de silenciar un
pensamiento: si las esperanzas con que acabamos el siglo XX no eran
muy sólidas, la entrada en este nuevo siglo había resultado
nefasta, hasta el punto que habían caído muchos de los grandes
resortes morales que se habían intentado apuntalar en el siglo
pasado. No faltó tampoco que les hablara de la brecha de la
desigualdad en el mundo actual o de esas realidades sobre mundos a la
medida (storytelling) que nos ofrecen con relatos enlatados.
A
ellos, con todo el futuro por delante, quizás fuese un atrevimiento
cuestionar el futuro de los tiempos que corren, y mostrar un panorama
tan cargado de pesadumbre, pero los que tenemos alguna experiencia en
la vida sentimos tanta desazón con lo que vemos, que inevitablemente
tenemos la sensación de vivir en el engaño permanente que viene de
la política, la publicidad, el marketing, los medios de
comunicación… Y es que nuestro pesimismo hacia todo lo que vendrá
se empañan otros en fortalecerlo día a día.
Al
final terminé diciéndoles que el futuro no es algo que se construye
solo y que el que les espera a ellos debe ser un futuro en el que
tienen que ser protagonistas, que no dejen que nadie les construya el
futuro que les pertenece. Al menos, les arrojé un rayo de esperanza.
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