Hace
unos años, desde un periódico, me preguntaron por mi experiencia en aquellas primeras
elecciones de la democracia en España. Aquel día se ejercía un derecho que el
régimen franquista había hurtado al pueblo español durante cuarenta años. Mi respuesta:
que aquel 15 de junio de 1977 yo no pude votar, a pesar de arder en deseos de
hacerlo. Se trataba de una cuestión de mayoría de edad, me faltaba casi un año
para cumplir los veintiún años.
Después
de una dictadura, cuando en el país vivíamos una esperanza de cambio, de
estrenar la ansiada democracia, verte privado de poder votar fue realmente
frustrante. A muchos jóvenes de mi generación nos pasó lo mismo. La dictadura,
con su cómputo de mayoría de edad, casi dos años de la muerte del dictador,
todavía nos jugaba esta mala pasada. Su larga sombra aún nos seguía machacando,
como en otras muchas esferas de la vida pública y privada en España.
Aquel
día, miércoles, lo viví entre la expectación y la frustración. Sabía que existía
esa limitación de la mayoría de edad, bastantes trámites administrativos nos lo
recordaban a diario. La incertidumbre, el deseo, la ilusión de vivir en día especial,
me hicieron no obstante albergar la esperanza de que aquello no fuese así. Gran
parte de la mañana, hablando con mi amigo Juan Rubio, abundamos en la conversación
de que a lo mejor podía estar en el listado del censo y tener alguna
posibilidad. Hacíamos nuestras cábalas. Para despejar dudas, nos acercamos a un
colegio electoral situado en la cuesta del Chapiz. Allí nos dijeron que los
menores de veintiún años no estaban incluidos en el censo. Se desvanecía
definitivamente aquella ilusión basada en el anhelo.
Cuando
escribí La renta del dolor, cuya historia
abarca los últimos años del franquismo, barajé la posibilidad de que la novela finalizara
en noviembre de 1975, con la muerte del dictador. Meditando sobre ello, me
pareció insuficiente. El régimen sobrepasó a esta muerte (todavía nos
preguntamos si actualmente quedarán rescoldos en la vida pública de aquel
régimen). El trabajo de reconstrucción democrática que quedaba por hacer era extenso
y profundo. Así que la historia de Matilde Santos debía llevarla hasta las
primeras elecciones generales, cuando ella, tras treinta años de exilio y diez
viviendo bajo el régimen, por fin podía votar. Ese era el momento en que con la
participación del pueblo español se configuraba el arranque del nuevo tiempo democrático
que habría de venir.
Para
cuando se publicó un real decreto, previo a la Constitución de 78, que pasaba
la mayoría de edad de los veintiún a los dieciocho años, yo ya era mayor de
edad por partida doble: tenía más de veintiuno y más de los recién estrenados
dieciocho. Lo siguiente que se votaba, el refrendo de la Constitución. Fue el
momento en que por primera vez depositaba una papeleta en las urnas. Me alegré
que decenas de miles de españoles de mi generación tuvieran esa oportunidad de
votar y que no pasaran por la misma frustración que sentí aquel 15 de junio.
Afortunamente,
la democracia nos brindaría en los cuarenta años que han transcurrido desde
entonces muchas más posibilidades para votar. Otra cosa distinta es que aquella
ilusión que teníamos con nuestro primer voto nos haya servido para hacer de
nuestra democracia un sistema más justo e igualitario, a la vista de lo que
hemos vivido en la vida pública en los últimos diez años.
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