Desde que el médico me animó —es un decir— a que cada día anduviera cuatro kilómetros o durante una hora, el sendero junto al río Genil se ha convertido cada tarde en mi gran aliado. Se trata de una ruta verde que discurre entre Granada, Cenes de la Vega y Pinos Genil. La frondosidad de la vegetación que lo flanquea lo hace un sitio ideal para pasear.
Cada tarde, cuando el calor del día se mitiga por la tibieza del sol que se pone, el sendero se convierte en un reguero de gente. El río, próximo, y la abundancia de vegetación hacen que la caminata adquiera una perfecta comunión entre salud y naturaleza. A ratos, el rumor del agua del río golpeando las rocas se mezcla con el trino de los pájaros que anidan en la espesura de los árboles.
En mi caminar, me cruzo con gente de todas las edades. La impresión que me da es que todos los que andamos por allí hemos sido obligados por el sabio consejo médico. Pero seguramente no será así. Pasean mayores y menores, señoras metidas en carnes, señores con barrigas prominentes, jóvenes embutidos en trajes de licra, parejas acompañadas de sus perros. Los hay que caminan o que van corriendo. Hay quienes te dan las buenas tardes o quienes pasan a tu lado signados por el esfuerzo. Esa costumbre de darse las buenas tardes o los buenos días cuando los caminantes se cruzan en los caminos me recuerda a mi niñez. Era habitual. Probablemente por cortesía, pero también porque era la manera de saber que se iba en son de paz. Recuerdo escuchar a mi padre en esa circunstancia decir aquello de “Dios guarde a usted”. Ahora eso no es frecuente, pero no están de más las formas amistosas cuando dos caminantes se cruzan.
En el sendero no solo hay viandantes, lo compartimos con ciclistas. Es lo que no me gusta, porque si te sorprenden por la espalda, casi siempre a una velocidad inapropiada el susto no hay quien te lo quite. A veces no reparan en nosotros, los caminantes. El otro día, me abordó uno por la espalda gritando ¡voy! A una decena de metros se paró en un ensanche, pensé se irá por otro camino. A poco de dejarlo atrás, escuché otra vez el sonido estentóreo: ¡voy! Me llevé un buen repullo. Ni siquiera tuve tiempo de decirle: ¡hombre, con más cuidado! El paso de algunos ciclistas es lo que menos me gusta.
Cada tarde, cuando el calor del día se mitiga por la tibieza del sol que se pone, el sendero se convierte en un reguero de gente. El río, próximo, y la abundancia de vegetación hacen que la caminata adquiera una perfecta comunión entre salud y naturaleza. A ratos, el rumor del agua del río golpeando las rocas se mezcla con el trino de los pájaros que anidan en la espesura de los árboles.
En mi caminar, me cruzo con gente de todas las edades. La impresión que me da es que todos los que andamos por allí hemos sido obligados por el sabio consejo médico. Pero seguramente no será así. Pasean mayores y menores, señoras metidas en carnes, señores con barrigas prominentes, jóvenes embutidos en trajes de licra, parejas acompañadas de sus perros. Los hay que caminan o que van corriendo. Hay quienes te dan las buenas tardes o quienes pasan a tu lado signados por el esfuerzo. Esa costumbre de darse las buenas tardes o los buenos días cuando los caminantes se cruzan en los caminos me recuerda a mi niñez. Era habitual. Probablemente por cortesía, pero también porque era la manera de saber que se iba en son de paz. Recuerdo escuchar a mi padre en esa circunstancia decir aquello de “Dios guarde a usted”. Ahora eso no es frecuente, pero no están de más las formas amistosas cuando dos caminantes se cruzan.
En el sendero no solo hay viandantes, lo compartimos con ciclistas. Es lo que no me gusta, porque si te sorprenden por la espalda, casi siempre a una velocidad inapropiada el susto no hay quien te lo quite. A veces no reparan en nosotros, los caminantes. El otro día, me abordó uno por la espalda gritando ¡voy! A una decena de metros se paró en un ensanche, pensé se irá por otro camino. A poco de dejarlo atrás, escuché otra vez el sonido estentóreo: ¡voy! Me llevé un buen repullo. Ni siquiera tuve tiempo de decirle: ¡hombre, con más cuidado! El paso de algunos ciclistas es lo que menos me gusta.
Camino entre Pinos y Cenes, así completo mis cuatro kilómetros. Este paseo es ciertamente reparador, no solo para la salud, supongo, también para el espíritu. Cualquier premura del ajetreo diario, en esa hora que suele durar el paseo, pasa a un segundo plano.
Casi nunca voy solo, siempre hay alguien cerca. Pero cuando no hay nadie me acompañan mis pensamientos, que ahora dan vueltas a la corrección de la novela que ya tengo escrita, pero que necesita esa penúltima corrección. El sendero es un buen lugar para pensar. En lo otro, espero que la próxima visita al médico me depare unos resultados en consonancia con la disciplina que me he impuesto.
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