Han pasado cuarenta
años desde la aprobación de la Constitución, los mismos en los que se puso fin a
la dictadura con toda la prosodia institucional de que fuimos capaces. Era
lógico que tras la dictadura viniera la necesaria catarsis, aunque podría haber
llegado la revolución, pero las revoluciones no llegan así como así. Al menos
se abrió un tiempo nuevo, como gusta decir a los partidos políticos cuando son
ellos los que proponen algo, teñido de valores de respeto, tolerancia e idea
universal de respeto a los derechos humanos.
Una década después, en
la próspera Europa, el nacionalismo y las guerras del odio dinamitaron los
Balcanes. El conflicto ya no era cosa de los confines del mundo, sino que
estaba en casa. Se globalizaba el odio y la intolerancia, bien cocida en otros
puntos del planeta. Después se incorporaban nuevos países a la UE, algunos
liberados del viejo yugo soviético. El mundo cambiaba tanto que los ropajes de
paz y tolerancia se iban desprendiendo de la vieja Europa. El caballo de la
irracionalidad, en la alegoría del carro alado de Platón, tiraba con más fuerza
que el de la ética; el auriga Sócrates se mostraba incapaz de dominar el
vértigo que lo guiaba hacia el dislate.
En
la escuela pusimos todo el empeño para que las nuevas generaciones se educaran
en valores de tolerancia y respeto, pero hasta en eso hemos fracasado. Si como
decía Machado, había demasiadas cabezas que embestían, ahora nos aterra
observar que son muchas las que desprecian al otro, al diferente, haciendo de él
objeto de ira e indiferencia.
La
crisis geoestratégica y económica con que se iniciaba el presente siglo aireaba
vergüenzas y miserias humanas, nos hizo más individualistas, menos sensibles y
convirtió las fronteras en auténticos muros de la sinrazón y la insolidaridad. El
discurso político se hacía más agresivo y menos tolerante, tocaba a su fin el
tiempo de las buenas voluntades. Tan intransigentes y tremendistas nos
mostramos que tendríamos que parangonarnos con aquellos que frustraron el amor
de la joven Gloria, la protagonista de la novela de Benito Pérez Galdós del
mismo nombre, a cuenta de los prejuicios y la intolerancia religiosa.
Si
en el panorama internacional han aflorado líderes investidos de autoritarismo y
mesianismo, en España no ha sido menos. Las buenas intenciones sobre las que
edificamos la democracia se están yendo al traste, si es que no lo hicieron
hace tiempo. El populismo, los planteamientos radicales, el discurso de la insolidaridad,
incluso el reproche a las bases de nuestra democracia, han emponzoñado la convivencia
en estos años. Si el nacionalismo de
todo color, revestido siempre de intolerancia, se extendía por el mundo, en
España no hemos sido menos.
Hoy
la intolerancia está tanto en la derecha como en la izquierda, en el machista como
en la feminista, en el de aquí como en el que viene de fuera. Construimos
nuestro pensamiento a través de las palabras, y últimamente éstas marcan discursos
plagados de términos y proposiciones que apelan contra quien no esté próximo a nuestro
relato. Las relaciones humanas, y las redes sociales son un ejemplo de ello, usan
un lenguaje hiriente, destructor, henchido de mentiras y tergiversación de la
realidad.
Vivimos
un tiempo en que la intolerancia es rentable, como lo fue hace un siglo para el
fascismo y el totalitarismo. Algunas élites de poder siguen estrategias
similares: empujarnos al precipicio del pesimismo para luego aparecer como salvadoras
de la catástrofe. Miedo y pesimismo como instrumentos de control de nuestras
conciencias. Reforzar la intolerancia les sirve como arma de dominación,
convenciéndonos de que lo hacen por el bien general y el nuestro propio,
potenciando nuestra incapacidad para inferir el grado de descomposición social
al que nos llevan.
Si la reacción fisiológica
del organismo ante un posible daño es la intolerancia al gluten o la lactosa,
el subconsciente humano reacciona frente a una hipotética agresión a
su integridad individual o colectiva con igual determinación. La oleada de
populismo que se extiende por el planeta no hace más que eso: alentar el
peligro y acudir a remedios propios de las ideologías que trajeron tanto dolor
y sufrimiento en el siglo XX.
Las
actitudes xenófobas y los argumentos discriminatorios en los discursos
políticos se sirven del malestar y la desesperación de la gente. Esta oleada de
líderes visionarios e intolerantes que azota el mundo, de ultraderecha,
derecha, izquierda y ultraizquierda, elegidos en las urnas, es parte de nuestro
fracaso colectivo. Lo que lamento es que los ciudadanos aparezcamos como cómplices
de la farsa.
En España
el fenómeno VOX ha entrado en las instituciones andaluzas, su respaldo
electoral no es más que la materialización de lo que se estaba cociendo en
España y en los partidos de la derecha en los últimos años, y que se disimulaba
en una suerte de postureo, cuando no de hipocresía. El respaldo electoral hacia
este partido es solo un síntoma, la enfermedad es más profunda.
Nos
quieren hacer ver que más allá de la intolerancia nada existe, y que lo que hay
es nocivo tanto social como individualmente. Si Paulo Freire decía que la
intolerancia impedía el crecimiento personal, cabría añadir que el intolerante
pierde parte de su condición humana a medida que la practica en su obsesión por
alcanzar sus fines a costa de pervertir la realidad y criminalizar al diferente.
El temor mundial al inmigrante quizás sea el paradigma que mejor explica todo
esto, pero el uso que se hace de la democracia es preocupante, sobre todo si
lleva pareja la degradación y el uso espurio de las instituciones.
Déjenme concluir diciendo que la intolerancia es la
mejor expresión de nuestros miedos y que sin
tolerancia no hay democracia.
*Artículo publicado en el periódico Ideal de Granada, 5/01/2019
1 comentario:
X un mundo , fuera de intolerancias y de discriminaciones , saludos k vaya guay ..
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