sábado, 16 de noviembre de 2019

IDENTIDAD Y NACIONALISMO*


El nacionalismo basa gran parte de su pensamiento en el concepto de identidad colectiva. Las identidades son siempre complejas y están definidas por criterios de pertenencia que varían en el tiempo y en el espacio, y se conectan a la cultura dominante. Desde finales del siglo XIX los nacionalismos se conformaron sobre posturas sostenidas en la exclusión y la intolerancia, cuando no en planteamientos fascistas y supremacistas.
Los nacionalismos han estado en la base de las mayores tragedias del siglo XX: las dos guerras mundiales y muchos de los conflictos locales que inundaron la faz de la tierra. Tras la Segunda Guerra Mundial se pusieron las bases para superar el nacionalismo más aberrante nacido desde el totalitarismo (fascismo, nazismo, comunismo), pero nunca fueron suficientes para consolidar el sentido universal e internacionalista de los valores y los derechos humanos. En las décadas siguientes los brotes nacionalistas no dejaron de aparecer (Balcanes, sudeste asiático, Oriente Medio…), generando tensiones y conflictos armados. Fue la época de los nacionalismos separatistas, tolerados por el naciente capitalismo sin fronteras que se adueñó de la economía mundial: era más fácil dominar pequeños y débiles Estados. Lo que Eric J. Hobsbawm denominó como ‘balcanización universal’.
La caída del muro de Berlín, aparte de la caída de un símbolo de represión, división e intransigencia, supuso la eliminación de una barrera fronteriza tan cruel como ignominiosa. Ahora se cumplen 30 años de su derrumbe, y lo que parecía como la inauguración de una época de esperanza, de mayor espíritu universalista, abrió otro tiempo de brote nacionalista. En Los Balcanes el nacionalismo deshizo el territorio y lo regó de sangre.
En estos días he estado releyendo el librito de Amin Maalouf Identidades asesinas. Desde que se publicara, el mundo ha cambiado mucho, pero sus reflexiones para comprender el alcance de las identidades siguen siendo oportunas. Nacionalismo e identidad están muy en consonancia. Aquél no se entiende sin reivindicar unos supuestos hechos diferenciales relativos a la raza, religión, lengua o condición social.
En España el nacionalismo catalán se mantuvo larvado en los cuarenta años de democracia, pero en alerta. Creó una estructura y una base social preparadas para cuando fuese necesario. Y llegó ese momento, cuando las autoridades catalanas se enfrentaron a las quiebras de su propio sistema, ahondadas por la corrupción (3% de CiU, el desfalco del Liceu o los 'affaires' de los Pujol), y amparándose en las torpezas del gobierno de Rajoy (asunto del Estatuto y no atención a la financiación autonómica) solo tuvieron que despertarlo para generar un nacionalismo activo, que hoy conocemos como el ‘procés’.
Las identidades, patrimonio de todos los seres humanos, no tienen por qué ser un problema, lo son cuando se asocian a sentimientos nacionalistas desaforados, discriminatorios y excluyentes hacia el otro. Para Hobsbawm la ‘pertenencia’ a algún grupo humano es siempre una cuestión de contexto y definición social, por lo general negativa, sobre todo cuando se especifica la condición de miembro de un grupo por exclusión.
Mis dos estancias en Nueva York en el último año me han dado para reflexionar sobre las identidades y los sentimientos nacionalistas. EEUU es un Estado federal con fuerte sentimiento patriótico, a veces enfermizo, al que se obliga a adherirse a la amalgama de procedencias nacionales, étnicas, religiosas y sociales de sus habitantes. Este componente de globalidad, no exento de tensiones raciales internas, es destacable. Sin embargo, la irrupción nacionalista de un presidente como Trump ha venido a desestabilizar la convivencia que se venía impulsando desde décadas anteriores. Su planteamiento ultranacionalista ha deteriorado la convivencia en EEUU, cargando críticas sobre los inmigrantes. Una consecuencia inmediata de ello: la matanza racista de hispanos en El Paso del pasado mes de agosto.
La identidad nacional es un constructo que ha navegado a lo largo de Historia con desigual suerte por Europa, en un proceso histórico de ajustes de identidades nacionales que muy pocas veces evitó los conflictos bélicos. La ola nacionalista que invade el mundo, que en España se concreta en Cataluña, es probablemente una de las mayores amenazas para la paz mundial. Se empieza por reivindicaciones nacionales y se termina en serios enfrentamientos.
Hoy día el nacionalismo se vale de los principios de la democracia para respaldar sus postulados ‘identitarios’, concebidos sobre actitudes excluyentes, discriminatorias e intransigentes. Menuda paradoja. El nacionalismo español de la derecha, que tiene en VOX su mayor adalid, juega a lo mismo: no reconoce las identidades de los demás ni aspira a hacerlo. El franquismo quiso dar una identidad al pueblo español sobre una base encenagada de represión, exilio y muerte. Obviamente aquello era imposible que prosperara. La identidad solo se construye con una amplia participación, aunando voluntades, en caso contrario, si es una identidad impuesta, termina provocando el rechazo de los demás. El franquismo quiso forzar una identidad; los partidarios del ‘procés’, la suya. Las identidades que se imponen nunca son parte de un proceso democrático ni revolucionario, más bien sojuzgan a los iguales. La revolución es algo más serio, basada en alentar un espíritu de liberación.
Dice Maalouf: “La identidad no se nos da de una vez por todas, sino que se va construyendo y transformando a lo largo de toda nuestra existencia”. Como le pasa a la construcción del ‘yo’. ¿Quién es dueño de la identidad de los demás?, ¿quién se cree con el derecho a subvertirla?, ¿quién determina los valores absolutos de la identidad? Todo es tan relativo.
En este contexto histórico, que está marcando la evolución del mundo, se echa de menos la participación en el debate de historiadores e intelectuales. Hemos dejado algo tan importante en manos solo de la política.
* Publicado en Ideal, 15/11/2019

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