El nacionalismo basa
gran parte de su pensamiento en el concepto de identidad colectiva. Las
identidades son siempre complejas y están definidas por criterios de
pertenencia que varían en el tiempo y en el espacio, y se conectan a la cultura
dominante. Desde finales del siglo XIX los nacionalismos se conformaron sobre
posturas sostenidas en la exclusión y la intolerancia, cuando no en
planteamientos fascistas y supremacistas.
Los nacionalismos han
estado en la base de las mayores tragedias del siglo XX: las dos guerras
mundiales y muchos de los conflictos locales que inundaron la faz de la tierra.
Tras la Segunda Guerra Mundial se pusieron las bases para superar el
nacionalismo más aberrante nacido desde el totalitarismo (fascismo, nazismo,
comunismo), pero nunca fueron suficientes para consolidar el sentido universal
e internacionalista de los valores y los derechos humanos. En las décadas
siguientes los brotes nacionalistas no dejaron de aparecer (Balcanes, sudeste
asiático, Oriente Medio…), generando tensiones y conflictos armados. Fue la
época de los nacionalismos separatistas, tolerados por el naciente capitalismo
sin fronteras que se adueñó de la economía mundial: era más fácil dominar
pequeños y débiles Estados. Lo que Eric J. Hobsbawm denominó como ‘balcanización
universal’.
La caída del muro de
Berlín, aparte de la caída de un símbolo de represión, división e
intransigencia, supuso la eliminación de una barrera fronteriza tan cruel como
ignominiosa. Ahora se cumplen 30 años de su derrumbe, y lo que parecía como la
inauguración de una época de esperanza, de mayor espíritu universalista, abrió
otro tiempo de brote nacionalista. En Los Balcanes el nacionalismo deshizo el territorio
y lo regó de sangre.
En estos días he
estado releyendo el librito de Amin Maalouf Identidades
asesinas. Desde que se publicara, el mundo ha cambiado mucho, pero sus
reflexiones para comprender el alcance de las identidades siguen siendo oportunas.
Nacionalismo e identidad están muy en consonancia. Aquél no se entiende sin
reivindicar unos supuestos hechos diferenciales relativos a la raza, religión,
lengua o condición social.
En España el
nacionalismo catalán se mantuvo larvado en los cuarenta años de democracia,
pero en alerta. Creó una estructura y una base social preparadas para cuando
fuese necesario. Y llegó ese momento, cuando las autoridades catalanas se
enfrentaron a las quiebras de su propio sistema, ahondadas por la corrupción (3% de CiU, el desfalco del Liceu o los 'affaires' de
los Pujol), y amparándose en las torpezas del gobierno de Rajoy (asunto
del Estatuto y no atención a la financiación autonómica) solo tuvieron que despertarlo
para generar un nacionalismo activo, que hoy conocemos como el ‘procés’.
Las identidades, patrimonio
de todos los seres humanos, no tienen por qué ser un problema, lo son cuando se
asocian a sentimientos nacionalistas desaforados, discriminatorios y excluyentes
hacia el otro. Para Hobsbawm la ‘pertenencia’ a algún grupo humano es siempre
una cuestión de contexto y definición social, por lo general negativa, sobre
todo cuando se especifica la condición de miembro de un grupo por exclusión.
Mis dos estancias en
Nueva York en el último año me han dado para reflexionar sobre las identidades
y los sentimientos nacionalistas. EEUU es un Estado federal con fuerte sentimiento
patriótico, a veces enfermizo, al que se obliga a adherirse a la amalgama de procedencias
nacionales, étnicas, religiosas y sociales de sus habitantes. Este componente
de globalidad, no exento de tensiones raciales internas, es destacable. Sin
embargo, la irrupción nacionalista de un presidente como Trump ha venido a
desestabilizar la convivencia que se venía impulsando desde décadas anteriores.
Su planteamiento ultranacionalista ha deteriorado la convivencia en EEUU,
cargando críticas sobre los inmigrantes. Una consecuencia inmediata de ello: la
matanza racista de hispanos en El Paso del pasado mes de agosto.
La identidad nacional
es un constructo que ha navegado a lo largo de Historia con desigual suerte por
Europa, en un proceso histórico de ajustes de identidades nacionales que muy
pocas veces evitó los conflictos bélicos. La ola nacionalista que invade el
mundo, que en España se concreta en Cataluña, es probablemente una de las mayores
amenazas para la paz mundial. Se empieza por reivindicaciones nacionales y se
termina en serios enfrentamientos.
Hoy día el
nacionalismo se vale de los principios de la democracia para respaldar sus postulados
‘identitarios’, concebidos sobre actitudes excluyentes, discriminatorias e
intransigentes. Menuda paradoja. El nacionalismo español de la derecha, que
tiene en VOX su mayor adalid, juega a lo mismo: no reconoce las identidades de
los demás ni aspira a hacerlo. El franquismo quiso dar una identidad al pueblo
español sobre una base encenagada de represión, exilio y muerte. Obviamente
aquello era imposible que prosperara. La identidad solo se construye con una amplia
participación, aunando voluntades, en caso contrario, si es una identidad impuesta,
termina provocando el rechazo de los demás. El franquismo quiso forzar una
identidad; los partidarios del ‘procés’, la suya. Las identidades que se imponen
nunca son parte de un proceso democrático ni revolucionario, más bien sojuzgan
a los iguales. La revolución es algo más serio, basada en alentar un espíritu
de liberación.
Dice Maalouf: “La
identidad no se nos da de una vez por todas, sino que se va construyendo y
transformando a lo largo de toda nuestra existencia”. Como le pasa a la
construcción del ‘yo’. ¿Quién es dueño de la identidad de los demás?, ¿quién se
cree con el derecho a subvertirla?, ¿quién determina los valores absolutos de
la identidad? Todo es tan relativo.
En este contexto
histórico, que está marcando la evolución del mundo, se echa de menos la
participación en el debate de historiadores e intelectuales. Hemos dejado algo
tan importante en manos solo de la política.
* Publicado
en Ideal, 15/11/2019
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