Era un día de septiembre de 2007
cuando tuve al Rey Juan Carlos I a pocos centímetros durante minutos en una
charla de corrillo. Aquel hombre alto de aspecto esclarecido y mirada mortecina
mostraba un semblante entre complaciente y distraído. Se paseaba con una gran
copa de vino guiado por una improvisada maestra de ceremonias con aire de
súbdita. El rey se dejaba llevar. Asistíamos en Estepa, bajo una carpa
instalada al efecto, a una recepción con motivo de la inauguración del curso
escolar. La reina doña Sofía, entretanto,
amparada en su discreción, permanecía en un rincón acompañada por la
ministra Mercedes Cabrera.
Lo miraba e imaginaba qué habría
escrito si fuese uno de los escolares que durante treinta años habían participado
en el concurso escolar: ¿Qué es un Rey para ti? En 1976 se creó ex profeso la
Fundación Institucional Española para “hacer presente en la sociedad el valor de la Corona como
institución integradora e impulsora de la convivencia”. Nunca escribí nada,
hasta hoy.
El reinado de Juan Carlos I comenzó
bajo el estigma de su designación por un dictador. Franco pensó en el hijo de
quien hubiera sucedido al anterior monarca, Alfonso XIII, acaso para darle
continuidad a la Monarquía y de camino deslegitimar un poco más a la República
que había derrocado con las armas.
Jamás pensé que a este rey le
ocurriría como a sus antepasados: exiliarse. El juicio de la Historia es
implacable, como lo ha sido con las felonías de Fernando VII, las
inconsistencias de Isabel II o el escaso y arbitrario criterio de su abuelo,
Alfonso XIII. Se habla mucho de la relajada conducta del rey emérito y de su
salida del país en esa mezcla de explicaciones interesadas y juicios
intempestivos y poco serenos. Corresponderá a la Historia el análisis de su aportación
a la recuperación de la democracia en España, sus debilidades como individuo o
si tuvo pocas o muchas prebendas, dádivas y concesiones.
Recuerdo que visitó muchas veces
Sierra Nevada y su estación de esquí. En ella se accedió a sus deseos, también los
menos confesables, como lo hacen los súbditos: con servidumbre, rendición y
pleitesía. A muchos les pareció normal, excepto a quienes veíamos en aquello una
ordinariez propia de alcahuetes. Pero hubo quien se plegó a semejante servidumbre
con tal de disfrutar del trato campechano del monarca, que decían tenía.
En la hora escasa que anduvo por
aquella carpa de Estepa daba frecuentes tragos a la copa de vino tinto, acompañados
con finas lonchas de jamón. Se asemejaba a un niño en su fiesta de cumpleaños:
sonriente y desvalido, sin emitir palabra alguna, con aire de inconsciencia,. Parecía
gustarle aquel juego entre lisonjero y protagonista, como si fuera la primera
vez. Halagos y adulaciones no le han faltado y acaso, como niño mimado, haya confundido las
alabanzas con un plácet para hacer lo que quisiera.
Durante años algunos poderes
fácticos actuaron haciendo uso de un trasnochado vasallaje. Si pretendían
defender la Monarquía, se equivocaron. En una monarquía constitucional existe
una sola ciudadanía, sin privilegios. Algunos no han querido verlo, confundiendo
la defensa de la Monarquía con inviolabilidad o prebendas sin contrapartida. A este
rey se le ha permitido demasiado, alguien tendría que haberle dicho que la monarquía
actualmente no solo tiene que ser honesta, también parecerlo. Su posición en la
estructura del Estado no ha sido bien gestionada en el curso democrático de
nuestro país. La izquierda ha gobernado durante bastante tiempo en la etapa
democrática, y su talante proclive al republicanismo ha estado suspendido. Los
votantes transigían con una monarquía constitucional, pero no con una monarquía
que ha dejado de ser leal con el pueblo y que ha utilizado sus prerrogativas
constitucionales en beneficio propio.
Los pasos en falso que
conocemos del rey emérito han debilitado la institución. Los antecedentes
históricos aconsejaban mayor cautela en el ejercicio de sus funciones. Isabel
II o Alfonso XIII hubieron de salir de España al exilio. Sus errores como
monarcas propiciaron en su tiempo el rechazo a esta forma de gobierno, la
revolución y la proclamación de dos repúblicas. Si bien no creo que haya
llegado el momento de cambiar de una monarquía a una república, la institución
debe andarse con ojo avizor si quiere sobrevivir.
La corrupción que se
adueñó de España en los años de la golfería generó un clima de relajación ética
y moral, y la Corona no estuvo a su altura. Los escándalos del rey (cacería de elefantes
en Bostwana, escarceos con Corinna, cobro de comisiones, tenencia de cuentas
bancarias ocultas al fisco…) han enmarañado un reinado que partió con un apoyo
generalizado, sobre todo tras el golpe de Estado del 81, aunque haya
historiadores que piensen que el reconocimiento fue más una campaña de marketing
que de méritos propios.
Se habla de la
monarquía como reliquia del pasado incompatible con las sociedades modernas
democráticas. En España hemos conjugado ambas concepciones, democracia y
monarquía, con cierta dignidad. Pero la debilidad de Juan Carlos I, sus regalías
y placeres sin comedimiento, abusando de su inviolabilidad, han traído actos
reprobables. El factor humano, esa condición ineludible. La degradación ética y
moral de la conducta del rey emérito ha sido consustancial a la que ha sufrido
la democracia española. Habría sido un acierto que cuando más se elevaba la corrupción,
la institución monárquica hubiera dado hubiera dado otro ejemplo.
No sé qué escribirán ahora los escolares en el próximo concurso sobre qué es un rey para ellos, aunque se trate de Felipe VI. La figura de un rey ya no será la misma para ellos, probablemente también se sientan defraudados.
No sé qué escribirán ahora los escolares en el próximo concurso sobre qué es un rey para ellos, aunque se trate de Felipe VI. La figura de un rey ya no será la misma para ellos, probablemente también se sientan defraudados.
*Ilustración: Claude Vignon_Creso recibe tributo de un campesino de Lidia_1629_detalle
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