Los cuatro años de presidencia de
Donald Trump nos han parecido una eternidad y su política errática, una
pesadilla. Hace casi tres meses me refería en otro artículo de este periódico,
“EE UU en campaña electoral, la democracia, también”, al libro de Steven
Levitsky y Daniel Ziblatt, Cómo mueren las democracias, donde se apunta
que una de las causas del declive de la democracia tiene que ver con la erosión
durante la era Trump de las creencias y las prácticas democráticas en la
población.
Viendo el asalto de los partidarios
de Trump al Capitolio, una periodista preguntaba a una pareja de ancianos por
su presencia allí. La pareja, dos amables e indefensos vecinos de cualquiera de
nosotros, habían viajado quinientos kilómetros a la llamada de su líder. No tenían
apariencia de asaltantes del Capitolio pero sí de asaltados por la sinrazón y el
relato de fraude electoral divulgado hasta la saciedad, eso de innumerables
sacos de votos aparecidos en parques, muertos e inmigrantes indocumentados
votando, incluso menores de edad. Los credos tienen eso, aun opuestos al
raciocinio, fortalecen las creencias.
Cuando el pueblo estadounidense votó
la elección de Trump en 2016 se decía que lo hacía en rebeldía al ‘establishment’ político de EE UU
que gobernaba desde siempre. Esa élite del poder de intereses espurios con la
que había que acabar. Ese grupo social cerrado que se reparte el poder y selecciona
a sus miembros no por su capacidad y mérito, sino por afinidad política o
actitud servil al líder. Lo que nosotros hemos visto en los partidos españoles durante las cuatro décadas
de democracia.
Esta rebelión frente
a las oligarquías del poder se había visto antes en otros países, como fenómeno
sustanciado, sobre todo en la última década, con vocación de subvertir las bases
del Estado vigente, bajo el disfraz de extrema derecha, extrema izquierda o
independentismo, aprovechando el descontento derivado de la crisis económica desatada
en 2008 y el hastío del régimen imperante. Su ideario, proponer un discurso
alternativo a las promesas que los partidos tradicionales habían sido incapaces
de cumplir en décadas.
El asalto al
Capitolio es un hecho histórico paradigmático por tratarse del país que es, la primera
potencia mundial, y por atacar a la democracia más antigua del mundo. Si Trump
hubiera encontrado apoyos a su deriva autocrática, más allá de la turba que invadió
la sede del poder legislativo, entre los sectores militares o financieros, en
la prensa conservadora u otros poderes fácticos, el golpe de Estado tal vez se
habría consumado. Y no porque no lo intentara. A última hora presionó al vicepresidente Pence para que
revirtiera su derrota cuando tenía arengada a la masa que asaltó el Capitolio,
en una búsqueda desesperada para que rechazase los votos del Colegio Electoral que
se ratificarían en el Congreso. Finalmente, solo contó con esos miles de
partidarios anónimos y grupos de extrema derecha, como los Proud Boys o QAnon.
Este
tipo, inmensamente rico, de avión privado, torres en Manhattan, grifos y
retretes chapados en oro, campos de golf, sin empacho en hacer ostentación
obscena de su riqueza, cubre su mensaje populista con el tapiz de hombre del
pueblo que habla como hombre del pueblo, víctima de conspiraciones y salvador
de las injusticias promovidas por los del ‘establishment’, los inmigrantes, los
periodistas, los chinos y otros ‘poderes oscuros’. Así es Trump, la alternativa
al poder las élites. Así es el populismo que se expande por el mundo.
La única manifestación honesta frente al ‘establishment’
fue aquella del 15-M de 2011, que inundó de ilusión a una sociedad española cansada
de la deriva a que la habían llevado PP y PSOE en el devenir de la democracia. Luego
vino el éxito electoral de Syriza en Grecia como alternativa democrática renovadora.
Pero aquello quedó en flor de un día.
El
mundo sufre una oleada de intolerancia, fanatismo y populismo que pone en
peligro la democracia. La crisis posterior a la primera guerra mundial trajo el
fascismo en Italia y
el nazismo en Alemania, los coetáneos no los vieron venir, o acaso condescendieron.
El fascismo se abrió paso entre una crisis económica y el descontento de la
población. En octubre de 1922, Mussolini arengó la marcha sobre Roma; en enero
de 2021, Trump ha arengado el asalto al Capitolio. Entonces la defensa de la
democracia nos abocó a otra guerra mundial, hoy la democracia norteamericana ha
de defenderse del ‘trumpismo’, antes de que este acabe con ella y, de paso, con
las europeas.
El populismo de Trump
que vino a combatir el 'establishment' hemos visto en qué consiste, en lo mismo
que el de la Gran Bretaña de Johnson, el de Brasil de Bolsonaro, el de Venezuela
de Maduro o el de Hungría de Orbán. Los grupos de extrema derecha se están
haciendo poderosos en los países europeos, sus postulados también: intransigencia,
xenofobia, racismo o patrioterismo. Todo lo que hemos visto en Trump debería
servirnos de lección para los que creemos en una democracia alejada de manipulaciones
de partidos, oportunismos y mendacidades. Espero que a los partidarios del
populismo, también. Mientras las alternativas políticas sean estas, que nos
pase como al del chiste: “Virgencita, virgencita…”, mejor que nos dejen como estamos.
Hoy hemos acogido, en
la izquierda y parte de la derecha, el triunfo del 'establishment' que representa
Biden como una auténtica salvación de la democracia. ¡Quién nos vio y quién nos
ve! Y es que hemos vivido horrorizados durante cuatro años con la democracia
autocrática de Trump.
* Ilustración: René Magritte, La Décalcomanie (1966)