Han sido tantas las fisuras abiertas
en la sociedad en estos últimos tiempos que antes de claudicar hemos de
aferrarnos a los principios y valores capaces de sostener una sociedad más
justa y solidaria. En estos días en que la educación está siendo maltratada por
la clase política, convertida en un denigrante pimpampum de intereses, no
podemos olvidarnos de la cultura, el otro asidero que fortalece la salud mental
de una sociedad.
Leyendo ‘El naufragio de las civilizaciones’, de Amin Maalouf, descubrí estos
versos estremecedores de la poeta estadounidense Tracy K. Smith: “Lívida la
tierra, y arrasada, como un sueño furioso. Lo peor de nosotros había vencido y
aplastado todo lo demás”. Si vivimos en un mundo en descomposición, huérfano de
tantos valores mancillados, ¿a qué deberíamos asirnos para salvarlo?
Las hecatombes
en la historia de la humanidad, como la actual pandemia, nos recuerdan que en
nosotros persiste esa naturaleza primaria vulnerable, que ni siquiera tantos
adelantos científicos acumulados son capaces de preservarla. La peste fue la
epidemia que diezmó a la humanidad en distintas épocas, como otras amenazas que
se sumaron, para convencernos de que nuestra prepotencia como seres de este
planeta es solo una osadía. La interpretación de tantas realidades adversas solo
se puede explicar desde otra parte de nuestra naturaleza: la del intelecto que se
aferra a la esperanza por comprender. Ellas sirvieron de excusa para la creación:
‘La peste’ de Camus o el ‘El Decamerón’ de Boccaccio, y antes Tucídides, cuando la peste de Atenas en tiempos de Pericles, en
la ‘Guerra del Peloponeso’. La cultura
es el modo más humano de dar respuesta a fenómenos incomprensibles.
Pero ese bálsamo y esperanza del
espíritu que representa la cultura es posible que se encuentre ahora inmerso en
una de sus travesías más difíciles: la de la modernidad líquida de la que habla Zygmunt Bauman, esa que nos conduce a
un estado de angustia existencial plagado de incertidumbres y condena de vidas
atrapadas en el espectro de la transitoriedad y del cambio constante. Arrebato de confusión, agravado por la pandemia, que
acaso encuentre solo una explicación bajo la luz de la cultura.
Con la pandemia llegaron restricciones
de movilidad y se incrementaron las dificultades para prodigar manifestaciones
culturales. Se limitó el acceso a la cultura, parecía no ser un bien necesario.
Cines y teatros cerrados, aforos limitados, librerías a medio abrir, lecturas
poéticas sin oídos para escucharlas, presentaciones de libros con ausencia de
público, interpretaciones musicales sin auditorio, arte sin galerías, museos
virtuales sin exhalar los efluvios de la pintura. En su lugar se fortaleció la
imposición de los cánones de una sociedad líquida potenciadores del entretenimiento
y la vulgaridad. Hace décadas que el neoliberalismo impone esa ‘cultureta’ alejada
del cultivo del alma y la razón. Resulta fácil insertar en la órbita digital o
televisiva contenidos de burdo entretenimiento con escenas que alientan la
violencia, la estimulación de las bajas pasiones o el infantilismo del público.
Mensajes fáciles de procesar sin esfuerzo, que activan la pasividad y
uniformizan tendencias.
A la modernidad líquida le interesa
poco la promoción de la cultura, salvo que sea rentable económicamente. Prefiere
fomentar la inconsistencia del pensamiento, educar en la pusilanimidad de lo
superfluo, captar consumidores de
productos ‘seudoculturales’, mientras que la cultura promueve el pensamiento libre,
nos hace discernir sobre lo que somos y los peligros que nos acechan. Así, el
daño sufrido por la cultura durante la pandemia solo pudo paliarse desde la
tenacidad de los creadores, quienes se rebelaron y se abrieron paso aportando soluciones
imaginativas en el universo digital de la telecomunicación: conferencias,
presentaciones de libros, visitas virtuales a museos o bibliotecas, mesas
redondas, debates, conciertos musicales…
Durante estos meses han sido muchos
los esfuerzos realizados desde la modestia para que la cultura no muriera. Incluso
instituciones con gran poder de medios y recursos han ido a la zaga de
asociaciones culturales o de pequeñas bibliotecas de pueblos, que inventaban fórmulas
imaginativas para seguir promoviendo la lectura entre sus vecinos. El Ateneo de
Granada es un ejemplo de ello. Su actividad en el universo digital ha
desplegado una encomiable labor telemática para mantener viva la cultura y el
debate. Es la ‘virtualización’ de la cultura con la tecnología como aliada que
ha venido para quedarse.
La cultura tiene el valor de
hacernos comprender la realidad. No comprender la realidad es correr el riesgo
de que otros vengan a interpretarla por nosotros. En las sociedades de la
modernidad líquida la realidad es tergiversada, manipulada, ofrecida bajo el
prisma que interesa al manipulador. En este tiempo de incertidumbre, cuando la
política nos pide responsabilidad y madurez para combatir la pandemia, nuestro armazón
intelectual vacila entre la sorpresa y el escepticismo. Hasta ahora la política
no pedía nada de esto, nos decía que nos ocupáramos de disfrutar, que ya se
encargaba ella de solucionar nuestros problemas. Ahora que se necesita la
colaboración ciudadana para superar la pandemia y vemos innumerables ejemplos de
transgresión de las indicaciones de las autoridades pidiendo mesura para
combatir los contagios, quizás entendamos que vivimos las consecuencias del desmesurado
espíritu hedonista inculcado durante años es esta sociedad de lo efímero que se
asienta en la era del vacío de la que habla Lipovetsky.
Vivimos bajo la tiranía de recetas y
productos aculturales dispuestos a teledirigir nuestro pensamiento, privándolo
del discernimiento y el análisis. Obviamos que cualquier sentimiento de
desolación que nos embarga solo encontrará una interpretación a través del
pensamiento y la cultura. Evitemos que lo peor de nosotros venza.
* Publicado en Ideal, 03/01/2021
* El doble secreto (1927) de René Magritte.
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