Somos un país que recuerda más los tropiezos ajenos que los gazapos
propios. Un país donde la armonía y la convivencia se han alterado fácilmente en
los dos últimos siglos por disputas vocingleras, exilios forzados y, cuando no,
guerras civiles. La política nunca ha sido fácil, ni ha hecho fácil la vida de
los españoles. Demasiada afición a convertirse en una inagotable fuente de conflicto.
Cada partido político tiene sus cachorros. Como en las manadas de
lobos, aprenden a obedecer y guardar su turno en el banquete de la pieza
cobrada, así como a ser gregarios en la caza e inflexibles y severos cuando
defienden su posición y la disciplina del grupo. Los partidos políticos son una
buena escuela para los miembros de la tribu, pero no son la escuela de la vida
de los ciudadanos. En ellos no se oyen esos sonidos de la vida que la inmensa
mayoría identificamos con los retos de la vida.
La regeneración de la política española, a pesar de la llegada de nuevas
y jóvenes mentes, se ha visto abortada. Adiós a cualquier atisbo por alcanzar un
clima distinto en las relaciones ‘interpartidos’, más constructivo, más próximo
al bien común, capaz de impulsar proyectos de país o de sanear la democracia.
Hace dos años la distancia física mediatizó mis concepciones sobre la
política española. La estancia en Nueva York me inspiró sensaciones diferentes,
más tristes, de mayor desapego hacia la política. Ni siquiera el impertinente ‘jet
lag’ que me atravesaba cada madrugada pudo alejar aquella sacudida de abatimiento.
La política de mi país no había cambiado ni en el fondo ni en la liturgia, la
nueva generación que la lideraba se conducía con las mismas actitudes rabiosas consabidas.
¡Qué empequeñecidos veía a aquellos políticos que arrastraban tantas indisimuladas
miserias! Representaban más de lo mismo: líderes amamantados en los suburbios
de la tribu partidista, sin haber pisado la escuela de la vida.
La pandemia que nos azota desde marzo no ha hecho más que corroborar tales
certezas. Las disputas, las luchas de poder, la irrealidad convertida en
relatos que buscan investirse de veracidad, hacen bandera de unas ‘verdades’ que
solo tratan de estimular el enfrentamiento entre ciudadanos, alentándolos a una
perniciosa defensa de eslóganes barnizados con quiméricas convicciones absolutas.
España sigue siendo un país sin políticas de Estado, sin proyectos de país, sin
renovación democrática, sin pasos firmes que refuercen la convivencia y den soluciones
a los problemas reales de los ciudadanos. Solo parches, medidas coyunturales y esa
búsqueda de rédito electoral como única meta.
Hoy día los grandes problemas que afectan a este país parecen
irresolubles, el ruido y la furia se imponen. La educación, por ejemplo, asignatura
pendiente de la democracia, no porque el trabajo de la escuela no sea
encomiable gracias a los docentes, sino porque la política la atrapó en sus
redes y ha venido siendo utilizada groseramente por cada gobierno de la
democracia, mercadeando con ella, sin interés alguno por proporcionarle
estabilidad. Pero hay más: la debilidad de una economía dependiente del sector
servicios, el desempleo estructural, la escasa inversión en investigación y desarrollo
o la utilización partidista de altas estancias del Estado, como ese sainete de la
renovación del Poder Judicial.
A la hora de hacer política de oposición existe una estrategia que emborrona
la vida del país: bronca, frentismo y crispación. Como ese relato que propaga la
deslegitimación del Gobierno, aun cuando su conformación esté ajustada a la
Constitución. La discrepancia es legítima, pero remover el marco constitucional
con mentiras es cuestionar la propia democracia. Hacer creer a los españoles
que sobre este Gobierno recae el golpismo o la ruptura de España es una
falacia. Algo que no se diferencia del populismo ‘trumpista’ que con sus falsas
acusaciones de fraude electoral pretende socavar la democracia estadounidense.
La crispación como estrategia, sin construir
nada que beneficie al país, es una manera burda hacer política. Al Gobierno se
le debe combatir con propuestas que mejoren el país, no con infundios o
mentiras que propalan argumentos generadores de historias para confundir el
ánimo de la gente. No creo que los mayores problemas que tiene España
actualmente sean los proetarras de Bildu, los independentistas de ERC o esa
supuesta invasión de migrantes que hay que combatir con buques de la Armada. Tantas
opiniones tendenciosas que juegan espuriamente con la Constitución, la bandera
o la unidad de España y que confunden más que ayudan a fortalecer la
democracia.
No creo que eso sea hacer política, venga de
donde venga. Por encima de tanto ruido está el futuro del país, los valores
democráticos o la convivencia. La implantación de una ‘realidad’ falseada que soliviante
el ánimo de la sociedad no es moralmente lícita. Enfrentar a unos españoles
contra otros, una indignidad. Azuzar el odio y las actitudes violentas, una
bajeza moral.
Hace unos días nos sorprendió un ruido de sables,
¿solo nostálgicos?, alarmados por la supuesta quiebra de la unidad de España y proponiendo
ideas tan descabelladas como fusilar a veintiséis millones de españoles.
¿Pretenden acaso retrotraernos al momento de mayor inestabilidad de la II
República o del nacimiento de nuestra democracia? No quisiera pensar que esto
es la punta del iceberg y que existe una amplia base social tan contaminada que
respalde tan aviesas intenciones por desestabilizar el país.
Crear relatos plagados de falsedades no es hacer política, es mentir.
Alentar el sectarismo partidista es menoscabar las bases del Estado y debilitar
la democracia en un país que necesita tantos consensos. Nos quieren enfrentados.
* Artículo publicado en Ideal, 13/12/2020
* Ilustración de Juan Vida: Los cuerpos y los árboles son una máscara.
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