La democracia es un sistema
político avocado a demostrar continuamente su honestidad, y la nuestra, que llegó
de esa manera, con la losa de cuarenta años de dictadura, mucho más. Hubimos de
componerla a toda prisa, porque si no corríamos, el riesgo era quedarnos sin
ella. No fueron pocas las fuerzas del anterior régimen que, asustadas ante las reformas,
hicieron lo imposible para evitar que se deshiciera el legado del Caudillo. Los
que ansiábamos libertad y democracia supimos bien del juego de malabares que
hubo de hacerse ante el riesgo de involución.
Quizás la obra
constitucional no saliera perfecta a juicio de alguien, pero se edificó con los
mimbres con que contábamos. No obstante, aquella democracia ‘imperfecta’ dio cabida
a leninistas, trotskistas, eurocomunistas, socialistas, centristas,
conservadores, regionalistas y reliquias del franquismo. Y eso tuvo su mérito. Aun
así, los peligros no cesaron para ella, enormes poderes fácticos, nostálgicos
del franquismo, no dudaron en emplear la fuerza para destruir lo nuevo: asesinatos
de Atocha, violencia callejera o la mayor asonada militar desde julio del 36. Para
luego venir más cosas: inestabilidad social, crisis económicas, terrorismo de
ETA, corrupción, crisis institucionales, un rey emérito que nos ha salido rana
y nuestra pandemia de covid. Y otro peligro más: el actual constructo
ideológico denominado Régimen del 78, modo peyorativo de calificar nuestra democracia.
Tras el fallido golpe de
Estado del 23F de 1981, sobre las ascuas del horror vivido, el comité Ejecutivo del Partido Comunista se reunió para
examinar la situación. En el comunicado emitido valoraba “de manera unánime la
digna conducta del Rey Juan Carlos I, en defensa de la Constitución y la
democracia”. Reconocía que nuestra democracia era todavía frágil e inestable, “expuesta
a peligrosas agresiones”, y apostaba por establecer entre las fuerzas políticas
“una cooperación efectiva para abordar las medidas indispensables” que evitaran
“un nuevo golpe de Estado”. Esa noche del 23F se consiguió que “el pueblo
español tomara conciencia del valor” de las libertades democráticas. El partido
comunista no hablaba de acabar con el régimen recién estrenado en el 78, sino de
fortalecerlo.
Destruir el Régimen
del 78 es el anhelo de independentistas, ultraderechistas, nostálgicos del
franquismo y, curiosamente, de la élite dirigente de Podemos. Y, entre ellos, un
partido que ha gobernado en ese régimen: CiU o Junts, como se hace llamar ahora.
Convergencia de Cataluña y su gestión pública está regada por la corrupción, el
intervencionismo institucional y la manipulación de la educación, habiendo contribuido
a desprestigiar durante décadas esa democracia que ahora critica.
Llevo gran parte de
mi vida activa de demócrata criticando la democracia en la que vivo (ahí están
mis artículos periodísticos), siempre he pensado que la democracia es un
proceso de mejora continuo. He criticado a los partidos políticos, su
manipulación de las instituciones, la falta de democracia interna, la
endogamia, la priorización partidista frente al bien general; y he reprochado el
daño infligido a la democracia con el desigual reparto de la riqueza o el uso
de la educación como arma arrojadiza.
El discurso contra el Régimen del 78, hecho en nombre de la democracia, zarandea
el actual panorama social y político. Se le recrimina poseer unos valores
antidemocráticos favorecedores de corrupción, desigualdad, injusticia o
conculcación de derechos y libertades. Los sectores sociales y políticos que pretenden acabar
con él tienen sus estrategias. Una de ellas: generar un clima de confusión con conflictos
callejeros violentos, calificados eufemísticamente de desafío generacional –‘jóvenes antifascistas’–, bien organizados y amparados políticamente en
formato de comités defensores de la república o de la libertad de expresión. No
son movimientos espontáneos. Otra: el cuestionamiento del Estado de las
autonomías, bien por la extrema derecha que solicita su erradicación, bien por
el independentismo y la élite dirigente de Podemos, defensores de la tesis de la
autodeterminación. Y una más: el ataque dirigido contra la Monarquía por el
motivo que sea: no haber sido elegida en las urnas, ser un parásito social, ir contra
Cataluña o la corrupción del rey emérito.
Para redondear el argumentario, se califica de fascismo a todo lo que
huela a Régimen del 78. Cualquiera de nosotros que disienta de sus tesis, Estado
o ciudadano de izquierdas o de derechas, es un fascista. La tormenta perfecta que, sin
embargo, oculta, entre otras cosas, la corrupción institucional que ha
ensuciado a Cataluña durante la democracia.
Mi vocación
republicana e internacionalista no me ciega el análisis de una realidad que
considero equivocada. Podemos sustituir la monarquía por la república, podemos exiliar
al rey y sustituirlo por un presidente, pero eso no será suficiente, ni llegará
arcadia alguna, que adecente la democracia si los que la han deshonrado durante
años siguen al frente de la política y las instituciones: corruptos que la mancillaron,
políticos que se aprovecharon de ella, intolerantes que lesionaron derechos y libertades,
manipuladores de instituciones.
Este momento no es comparable al que precedió a la II República, cuando
la ruptura con una dictadura y la monarquía que la consintió fue una
liberación. Hoy España es un país democrático, donde los derechos y las
libertades se respetan, amparados por una Constitución que, aunque mejorable,
nos ha permitido vivir sin la presión subyugante de una dictadura. El orden
constitucional nos ha traído el periodo democrático y de estabilidad más largo de
los dos últimos siglos. La convivencia democrática y la prosperidad del país no
tienen parangón con ningún otro tiempo histórico.
Algunos deberían
saber el trabajo que nos costó construir la democracia en el 78, aunque fuera
con sus ‘imperfecciones’.
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