Las esperanzas se esfuman fácilmente bajos nuestros miedos y temores. Preocupa que nuestro pensamiento sea secuestrado, nuestras ideas seleccionadas por otros y los discursos personales escritos en un despacho de marketing. La esencia de la democracia es dejar fluir la libertad para que cada cual sea dueño de sus ideas. En un régimen autoritario esto sería imposible.
Mirar al pasado provoca zozobra cuando de tiempos revueltos se trata. Pensar que los horrores padecidos por nuestros antepasados pudieran reproducirse en nuestras vidas, preocupa. Como la sola idea de que nuestros años veinte se parezcan a los del siglo XX, cuando las democracias occidentales en crisis abrieron sus puertas a los fascismos en toda Europa. La Primera Guerra Mundial tuvo sonadas consecuencias, las más dramáticas: los totalitarismos (comunismo soviético y fascismo en Italia y Alemania) y la Segunda Guerra Mundial. Derrotado el fascismo, las democracias se fortalecieron durante medio siglo. No obstante, el arranque del siglo XXI presenta un panorama más sombrío: acentuada desigualdad norte-sur, comercio mundial monopolizado, debilidad de las democracias occidentales, más conflictos bélicos, además del resurgimiento de una ultraderecha de tics ‘fascistoides’ o la consolidación de regímenes cleptocráticos en países salidos de la descomposición de la URSS con los que se comercia sin rubor.
Una de las claves del deterioro democrático del siglo XXI reside en la globalización del miedo, que tan vulnerables y manipulables nos hace. Si en los años veinte del siglo pasado los fascismos aprovecharon las incertidumbres y el malestar de la población para crecer y alcanzar el poder, el siglo XXI ha experimentado trágicos acontecimientos convertidos en fenómenos globales, que han sembrado de miedo e inseguridad todos los rincones del planeta. Recordemos los atentados del 11-S en Nueva York, la guerra contra el terror focalizada en Irak plagada de mentiras, la globalización del terrorismo yihadista y la psicosis colectiva de atentados, el fracaso de las primaveras árabes, la crisis económica de 2008 y sus recortes, la pandemia del covid-19, las restricciones, las inseguridades... Y recordemos las titubeantes respuestas de los poderes democráticos ante los problemas, sumiendo al mundo en un pozo de desesperanza.
El desigual reparto de la riqueza delata el síntoma de una enfermedad en curso. La crisis económica aumentó la brecha entre ese 1% que acapara tanta riqueza y el resto de población mundial. Las democracias han fracasado en un reparto más justo de esa riqueza y en mitigar el deterioro de las condiciones de vida de los ciudadanos. Asumieron políticas de ajustes y recortes sociales y laborales dictadas por organismos financieros internacionales, políticas de austeridad que alentaron el malestar social, facilitando el auge de la ultraderecha, incluso al poder (Brasil o Hungría).
Ansiedad, desencanto, miedo, desesperanza, consecuencias globales que han afectado a la población mundial, mientras los poderes fácticos y económicos han obtenido enormes beneficios financieros, comerciales y de control geoestratégico. Una población desorientada en un mundo incierto, acudiendo a buscar soluciones al mejor postor: el populismo prometedor de paraísos. A poco de iniciarse este siglo, Joseph E. Stiglitz ya hablaba de El malestar en la globalización. Los potentes instrumentos de información mediática o las redes sociales han facilitado la manipulación del pensamiento y las opiniones. La propaganda se ha viralizado, el discurso neofascista también.
El miedo a un mundo inestable o el desencanto por las incertidumbres económicas auparon a Trump a la victoria en EE UU (2016). Ahora Trump ha vuelto a la escena pública con las mismas consignas que alentaron el asalto al Capitolio de hace un año. Algunos de los asaltantes pertenecían al movimiento de ultraderecha Oath Keepers (“Guardianes del juramento”). Al confirmarse la victoria de Biden, el líder de esta milicia, Stewart Rhodes, se pronunció a favor de negar los resultados electorales y marchar en masa por Washington, auspiciando la insurrección y el asalto al Capitolio. Se sabe que instó a tomar las armas en defensa de su ‘libertad’. Los “Guardianes del juramento” reunieron armas y acudieron al Capitolio con ropa militar, cuchillos, porras y cascos. Hoy la ultraderecha norteamericana sigue alimentando los argumentos de fraude electoral. El neofascismo, instalado en la primera potencia mundial.
Trump ganó unas elecciones presidenciales, y vimos cómo se condujo, si ganara en 2024 el neofascismo se desataría sin reparos, y quién sabe de su alcance en el resto del mundo. Hay intelectuales que han levantado la voz para advertir del proceso de involución democrática en EE UU: Naomi Klein (La doctrina del shock), Steven Levitsky y Daniel Ziblatt (Cómo mueren las democracias) o Noam Chomsky, calificando al partido republicano de partido neofascista.
El ‘modus operandi’ del neofascismo del siglo XXI es similar al del fascismo del siglo XX: seducir a las clases populares desencantadas por la inoperancia de la democracia, promesa de resolver la crisis económica, descrédito de los partidos políticos tradicionales, búsqueda de chivos expiatorios (inmigrantes que quitan trabajo e incrementan la delincuencia) o demérito de las instituciones democráticas calificadas de instrumentos ineficaces, todo orquestado con incisivas estrategias de propaganda.
El neofascismo utiliza primero la democracia y la desacredita al tiempo, para luego apropiarse de ella y corregirla a su conveniencia. Finalmente, la anula. Vivimos una especie de ‘revival’ neofascista que añora tiempos en que la vida era más de orden y control.
Me desasosiega ver cómo hay poderes que, sin ocultar su vocación orwelliana, son capaces de manipular a las sociedades más cultas e informadas de la historia, y que estas se dejen sojuzgar. Acaso sea como parte de esa cultura-mundo, a la que se refiere Lipovetsky, que “no cesa de desorganizar nuestro estar-en-el-mundo, las conciencias y las existencias”.
* Artículo publicado en Ideal, 30/01/2022
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