Leo Volver a dónde en mi obligado segundo confinamiento en estos dos años de pandemia. Leo el libro de Antonio Muñoz Molina que, como siempre con serena reflexión, toma el pulso a estos tiempos pandémicos a través de nosotros mismos y de nuestros pasos. Y leo que después de aquel traumático confinamiento de la primavera de 2020 no volvimos a ningún sitio que no fuera en el que estábamos antes de aparecer el contagioso bicho, al principio, tan extremadamente lejano, como el lugar de procedencia: la ciudad china de Wuhan.
Hoy, finalizando febrero de 2022, la pandemia aún persiste. Hoy, con tres dosis de vacuna en el cuerpo, me ha contagiado el coronavirus SARS-CoV-2, variante ómicron. Ese resfriado, uno de tantos durante muchos inviernos de mi vida, ha resultado que estaba provocado por este ‘personaje’ que ha puesto patas arriba al mundo, mucho más que los poderes geoestratégicos, las redes sociales o la crisis de 2008.
Una semana, siete días, de autoconfinamiento. Aquel confinamiento colectivo se alargó por tres meses y ocho días, 100 días. Y las sensaciones de uno y otro parecen tocarse con la punta de los dedos. En este, la soledad en una habitación, que ni siquiera mi inclinación natural y literaria a plegarme hacia mí mismo ha mitigado. Encierro sin colectividad, solo con mi soledad, sin consuelo, ni contacto físico, rechazado, solidarizado con aquellos enfermos de la peste bubónica, la lepra o el cólera.
Dos confinamientos para recogerme en el seno de la cultura amiga, explorando el lado más íntimo que la suscita: diálogo con las páginas de un libro, gozo de audiciones musicales o vidas recreadas en un relato. En este encierro nadie ha venido a decirme que de él saldré mejor persona, que el mundo cambiará o que me encontraré una vida más justa. Solo, jugando con mi voluntad, la colectiva, sin existir.
En el confinamiento de los cien días se nos hizo creer que estábamos juntos. Terapia colectiva. Gobiernos, medios de comunicación y otros esforzados ‘entusiastas’ dispuestos a velar por nuestra salud mental, administrando sucedáneos de esperanza. Había que levantar el ánimo de la gente, comprensible, para eso era tiempo de calamidad. En una sociedad madura, acaso sobraban los vítores, pero en la nuestra, tan infantilizada, seguramente no.
El aislamiento me hace sentir extraño, de nada vale mi entrenada soledad autoimpuesta a que me aboca la escritura, donde no existe una barrera interpuesta con la calle, al contrario: se necesita la calle para imaginarla. Recluido, la sensación es otra, como si el presente cuestionara el trajín del pasado y el tiempo dejara de existir. Ni siquiera la sucesión de días y noches alumbra el continuo e inflexible tictac del reloj. Ya no funciona la fábrica de ilusorias felicidades que la modernidad líquida tiene siempre en marcha.
Aquello de que juntos saldríamos adelante fue una falaz insinuación hacia la conformidad. Ni siquiera el ‘resistiré’ ha perdurado más allá de esa centena de jornadas. La modernidad líquida no es el mejor escenario para materializar proyectos comunes ni caminatas egregias hacia no se sabe qué lucha final. En realidad estamos juntos dentro del paroxismo de una soledad patrimonio de cada cual. No obstante, adelante salieron los que siempre salen y dominan los caminos para salir.
Cuando nos despertamos del gran encierro hacia una nueva normalidad, lo que siguió no tuvo nada de nuevo. No aprendimos a vivir otra vida, como no lo hicimos tras la crisis económica de 2008, ni nos volvimos más solidarios, más transigentes, ni construimos una sociedad más justa y equitativa con la riqueza. No lo hicimos, simplemente porque a ver quién le paraba los pies a la codicia, la avaricia y el egoísmo.
Nada ha cambiado de todo lo que iba a cambiar cuando en aquel encierro obligado las buenas intenciones proclamaban un cambio sin precedentes. El espejismo de aplaudir cada tarde a las ocho solo fue eso: aplaudir cada tarde a las ocho. Y también fue una muestra de solidaridad con los que se lo merecían, solo una muestra, porque para eso éramos personas sin codicia, avaricia ni egoísmo.
Leo Volver a dónde en mi forzoso segundo aislamiento, cuando se acaba la sexta ola pandémica. Y como ocurriera tras el gran confinamiento, la gente sale a la calle ávida de diversión, subiendo las previsiones de ocupación hotelera, playas y bares para animar la economía de servicios. Nuestra sociedad hedonista que aviva una felicidad enlatada, como si no existiera otra manera de divertirse que no fuera dejar los parques, las calles o las plazas como estercoleros regados de basura, orines y malos olores. La sociedad tejedora de la mentalidad de un ‘mundo feliz’, que vive el momento, a tope, al día, sin pensar más allá de cómo y cuándo divertirse, azuzada por la política que parece alentar solo las necesidades más primarias del ser humano.
Sí, la política, que ya era sucia y deshonesta con la sociedad antes del confinamiento, que se enmarañó durante la pandemia echándose los muertos a la cara, mientras se morían los ancianos en residencias y hospitales. Y ahora, que parece que entre sus prioridades no toca echarse más muertos a la cara, sigue la ignominiosa senda desvergüenza de mirar solo a la consecución del poder, mientras se despreocupa de los problemas de la sociedad. Y entonces la sanidad se debilita, la educación lucha contra viento y marea para sacar adelante su misión en tiempos difíciles, los quejidos de zonas olvidadas atruenan y la vida se hace más complicada y difícil para seguir viviéndola.
* Artículo publicado en Ideal, 20/02/2022
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