La guerra de Ucrania ya pasa por ser una invitada a nuestra mesa, nos acompaña en el desayuno, el almuerzo y la cena. La radio o la televisión nos dan cumplida información del último flash de una guerra que no está en el fin del mundo. Se ha cumplido un año de la invasión de Ucrania por Rusia (24 de febrero de 2022). Aquella guerra relámpago es hoy una guerra de desgaste. La Gran Rusia de Putin, obsesionada con agrandar su inmensidad geográfica por la fuerza o por la manipulación de los pueblos adyacentes.
El invierno se ha recrudecido. El frío, que tardaba con esto del cambio climático, ya muestra sus gélidos y afilados dientes, atrás quedaron su tregua tan benigna y las televisiones alardeando de bañistas esparcidos en las playas del Mediterráneo. En Europa Central, el invierno es otra cosa, entiende menos de cambio climático y más de su continentalidad extrema.
Hace unas fechas se celebraba el 80 aniversario de la victoria del Ejército Rojo sobre las tropas de Hitler, la famosa batalla de Stalingrado. Como si quisiera alargar el brazo de la historia, Putin hablaba del triunfo sobre el nazismo en aquella batalla, haciéndola suya, comparándola con su ‘cruzada desnazificadora’ en Ucrania. Este autodenominado adalid de la lucha contra el fascismo nos hace creer que pelea contra los que considera herederos del nazismo: los ucranianos. Su sesgo autoritario y sanguinario no tiene límites. Él fue quien dejó morir 23 marineros del hundido submarino Kursk, quien asaltó y gaseó en 2002 el Teatro Dubrovka de Moscú, sin reparar que junto a los terroristas morirían decenas de rehenes inocentes; quien ha sido promotor de acciones militares y ha represaliado, no solo con la cárcel, también con el asesinato, a opositores políticos; quien ha practicado el ‘ciberataque’ a webs de medio mundo, interviniendo en procesos electorales con miles de fake news; quien apoya a regímenes autoritarios y practicantes del fascismo 2.0. Este que ahora se erige como salvador de lo que promueve.
La guerra de Ucrania es el escaparate de los horrores. En el año transcurrido, las espeluznantes imágenes vistas nos recuerdan hasta dónde es capaz de llegar la barbarie humana. Sin necesidad de acudir a las guerras que asolan el planeta: Etiopía, Yemen, Siria, Libia, Sudán del Sur y otros muchos lugares, aquí podemos ver destrucción, dolor, muerte, hambre, violación de derechos humanos, todo cerca, en un país de Europa Central.
La crueldad en esas guerras no tiene límites, la de Ucrania tampoco. Rusia ha reclutado presidiarios de la peor calaña a cambio de amnistía, lanzándolos como estilete sanguinario contra soldados ucranianos, pero también contra población civil indefensa. Hemos visto cientos de fosas comunes, gente desesperada huyendo, violaciones de todo tipo, guerra mediática plagada de infundios y mentiras, y también a una empresa militar privada: Grupo Wagner. Mercenarios siempre ha habido desde que las guerras son guerras, pero la participación de una empresa militar en acciones violentas es como concederle una licencia para matar a un grupo de asesinos en tiempo de paz.
Si alguien imaginaba una ‘limpia y controlada’ contienda del siglo XXI, selectiva en los objetivos, verá que no es así. Las guerras son la consecuencia de la perversidad de la naturaleza humana: desatan toda su brutalidad, lejos de cualquier ejercicio civilizado. Julio Anguita dijo, tras el asesinato de su hijo en la guerra de Irak en 2003 (todavía impune), una frase lapidaria: “Malditas sean las guerras y los canallas que las hacen”.
Las guerras siempre son sucias e indecentes, ni siquiera sus acciones son enjugadas por los eufemismos empleados: ‘daños colaterales’ para calificar el asesinato de población civil inocente que acaba en una fosa común, o ‘fuego amigo’ para las muertes de soldados bajo las balas propias. La tecnología que selecciona objetivos bélicos es otra patraña, la muerte de inocentes es un arma de guerra, como las violaciones de mujeres. El factor humano, su vileza desatada, ese dedo que pulsa el botón para lanzar un misil o aprieta un gatillo o un percutor, o la mentalidad sanguinaria de quienes se sienten impunes en una guerra, son elementos claves para explicar la barbarie.
El castigo sobre la población civil es tan antiguo como la humanidad. La guerra de Ucrania ha tenido actuaciones tan aviesas como ignominiosas: destrucción de instalaciones energéticas, vías de comunicación o infraestructuras civiles, como hospitales y escuelas, no solo para dañar los suministros del ejército, también a la población civil, dejándola desvalida y sin recursos de supervivencia en el crudo invierno para calentarse, iluminarse o curarse en hospitales y quirófanos.
La población rusa quizá esté adormecida por la propaganda interna que tergiversa la realidad, y acallada por la represión, pero también hay quien no comparte esta idea mesiánica de la Gran Rusia de Putin: soldados que regresan del campo de batalla con testimonios e historias distintas, y disidentes que divulgan otra versión del relato generado desde el Kremlin.
Decía Henry Miller que “cada guerra es una destrucción del espíritu humano”. A ello añadiría que es siempre un fracaso de la humanidad. En la guerra perdemos todos, no solo lo material, también nuestra dignidad como seres humanos. Hace pocas décadas caminábamos ilusoriamente hacia un mundo mejor, el que debería abrirnos otro horizonte más justo, que erradicara la injusticia, la desigualdad, la avaricia, el egoísmo, que aupara a las personas al lugar propio de su rango como especie racional.
¡En menudo fiasco vivimos! Nunca como ahora sigue vigente lo que Orwell decía sobre que el único ser humano bueno es aquel que está muerto.
* Artículo publicado en Ideal, 26/02/2023
** Ilustración: Otto Dix_Flandes
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