La inconsistencia en el análisis es una cuestión demasiado habitual al examinar los fenómenos de la realidad circundante. El imperio de lo efímero, lo trivial, a que se refería Gilles Lipovetsky, donde la moda y el instante se apoderan de las sociedades posmodernas, nos envuelve. Nos están educando la atención, llevan tiempo, para que nos fijemos más en lo insustancial que en el examen riguroso de los hechos. Desde la educación, la escuela pretende esto último: promover la reflexión y el análisis; no obstante, la tarea es ardua, ha de enfrentarse y vencer la inercia del imperio de lo ‘fácil’.
Jugar con este fuego tiene indudablemente una nefasta consecuencia: la fina lluvia de estupideces, hedonismo golfo y aspiraciones hueras que está empapando las neuronas de nuestros jóvenes, debilitándolas, hasta el extremo de hacerles perder el espíritu de rebeldía que caracteriza a esta etapa del desarrollo humano, y sumirlos en el antojo pasajero y la pataleta del capricho insatisfecho.
La política ha convertido la democracia en una disputa de trincheras, ajena a las ágoras donde se debiera cultivar como bien común, sujeta a las tribulaciones de la crispación, el eslogan, el desprecio, aglutinadora de tribalismo y lejana del sentido de la realidad colectiva. Asistimos a la promoción de debates que auspician azarosas polémicas, donde lo anecdótico, insustancial y superfluo triunfan: bajada de impuestos, violencia en la escuela, deterioro de servicios públicos, manipulación de encuestas… En la política, como en las guerras, las mentiras vertidas se lanzan como soflamas para levantar el ánimo propio y desmoralizar al enemigo, es decir, no se argumenta.
Somos rehenes de estrategias diseñadas por partidos políticos, medios de comunicación o el universo del ‘metaverso’. Gastamos kilotones de energías, verbales y escritas, para procesar relatos dibujados bajo la premisa del cataclismo o del chisme, hasta que un buen día se disipa el ‘debate’ y la vida continúa. Los programas basura, de cotilleos indecentes y gurús iluminados, antes de remitir, incrementan audiencias. Vivimos en un permanente reality show, donde las estupideces son ejemplo de la superficialidad en la que caen las preocupaciones de una legión de seguidores. Prueba absoluta de la pobreza intelectual que tanto abunda.
Inducidos por el pensamiento alineado con la perorata, se rechaza la reflexión y el análisis. En una sociedad alejada de las humanidades, sometida a la tecnocracia, se alienta una interpretación baladí de la vida. Reducimos nuestra visión de la realidad al mito de la caverna de Platón, donde es fácil sesgar nuestra atención hacia lo que interesa: lo coyuntural y lo anecdótico, lo de menor esfuerzo de interpretación. La anécdota elevada a categoría, tanto en la política como en la vida social. Se pasa de puntillas sobre los temas, se fija la atención en el comentario fútil, eludiendo el razonamiento profundo, ponderado, trascendente.
Un poco de pedagogía social no vendría mal y, de camino, desmontaríamos argumentos frívolos que navegan sobre eslóganes y propaganda. Sin embargo, no interesa fortalecer el pensamiento crítico y democrático en la ciudadanía. La expansión de las teorías creacionistas, que recrean la ‘creación bíblica’ como origen de la vida frente al argumento científico, son una prueba de ello. El negacionismo de la pandemia, del cambio climático, el populismo en política, el uso espurio del concepto de libertad o el discurso contrario al ecologismo, están plagados de ideas triviales y de cómoda asimilación, de proclamas sencillas de escuchar, lejos de las evidencias científicas.
La vorágine informativa nos asedia, impele a vivir demasiado atentos al titular, al dato que solo representa la espuma de los hechos, que definiera Fernand Braudel al referirse a los acontecimientos puntuales en su análisis del tiempo histórico. Es aterrador pensar que la anécdota y la visión coyuntural puedan decidir el resultado de unas elecciones, condicionar decisiones de alcance político o el devenir de la humanidad.
Con cualquier quimera llenamos páginas y páginas de periódico, horas y horas de radio y televisión. Es el triunfo del embuste presente en graves tertulias radiofónicas o en sesudas columnas periodísticas. No sé si será la inercia política la que nos lleva a polemizar sobre cualquier tontería o las urgencias impuestas por los medios de comunicación para rellenar espacios y tiempo, o quizá que la complejidad del ser humano, instalada cómodamente en la superficialidad, deriva a ello. Lo cierto es que se generan polémicas con sandeces y se rebuscan temas que no son más que insulsas simplezas.
La sociedad, arrastrada por una manipulación inducida desde poderes políticos u oligarquías mediáticas. La opinión se ha convertido en un mercadeo tan variable que un acontecimiento irrelevante puede cambiar el signo político de un país. La tendencia de las encuestas pueden verse modificada a poco que acontezcan sucesos potenciados interesadamente, generando un estado de opinión absolutamente manipulable, y demostrando la falta de criterio en el que incurren los ciudadanos, moldeados por la voracidad de unos agentes mediáticos abalanzados sobre las desguarnecidas mentes humanas.
El triunfo de lo efímero. La posmodernidad que solo vive del presente, donde el futuro ya no cuenta. El hoy y el ahora. Lo coyuntural, la mejor prueba de una sociedad marcada por valores tremendamente perecederos. Así, unas voces anuncian que los depósitos de los bancos corren peligro, y la histeria se desencadena.
La frívola voluptuosidad del discurso en la modernidad tardía de la sociedad del cansancio a que alude Byung-Chul Han, en la que encontramos al individuo exhausto, con el ego desvirtuado, víctima y verdugo de sí mismo, mientras que su libertad no es más que una condena de ‘autoexplotación’ continua.
* Artículo publicado en Ideal, 12/02/2023
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