El curso escolar llega a su fin. Un curso de transición, o no, depende de cómo lo miremos, porque para el profesorado se recordará como aquel en que aprendimos a diseñar y elaborar ‘situaciones de aprendizaje’, preñadas de saberes básicos, competencias específicas, descriptores operativos o nivel de desempeño. Todo tan interrelacionado, con las competencias específicas conectadas con los descriptores operativos del perfil de salida para llegar a buen término en la enseñanza básica.
Un constructo curricular que parece un camino trazado racionalmente sobre un mapa laberíntico para que todo sea un éxito al llegar al final del trayecto o, mejor dicho, del proyecto. Todo parece tan bien organizado y con el itinerario didáctico tan bien pergeñado, que nos venden el ardid de alcanzar el ansiado éxito de la educación, ese que nunca llega.
Nos cambiaron la terminología, solo falta que cambie la metodología. Renovada la jerga curricular, la confusión se ha vuelto a presentar. ¡Que por inquietantes jeroglíficos no sea! El diseño curricular de los elementos programáticos se ha modificado y, entremezcladas, no pocas referencias y guiños al ‘neoconductismo’.
El curso escolar termina y, por si alguien no ha reparado en ello, antes de que comience el próximo, allá por septiembre, tendremos unas elecciones generales el 23 de julio, que vaticinan un cambio de gobierno. Y ya saben ustedes lo que eso significa: ¡échense a temblar, queridos y queridas profes!, que hasta nos cambiarán este lenguaje inclusivo, ¡cambio de gobierno, reforma educativa a la vista! Nuestros políticos son los más ‘listos’ del mundo, lo llevan demostrando en educación desde 1978.
Los mensajes mediáticos forman parte de las estrategias políticas. Es fácil convencer, en un debate gaseoso, a una sociedad educada para obedecer proclamas demagogas que suenan como cantos de sirena. En el terreno de la educación, durante la etapa democrática, unos y otros nos han vendido no sé cuántas bondades en cada reforma educativa; mientras, la escuela, hastiada, seguía su camino sin hacerles mucho caso, para bien o para mal.
La historia reciente de la educación en España es la historia de la saturación de proyectos, programas, de alardes innovadores que solo han servido para armar más ruido que aportaciones reales a los procesos de enseñanza y aprendizaje. Eso sí, iban dejando rastros de nomenclaturas, aunque no redundaran en la mejora del sistema educativo.
Hemos vivido muchas reformas que miraban más al escaparate exhibidor de mensajes grandilocuentes que hacia propuestas reales de cambio e innovación. Pues bien, estamos amenazados con otra más. Sin embargo, cunde entre los docentes el escepticismo, al que nos han empujado, y no albergamos la esperanza de encontrar soluciones a los problemas planteados en y desde la escuela, cuando más nos asaetean de burocracia, restando tiempo para trabajar con nuestros alumnos.
Nunca son suficientes los medios que se invierten en educación, pero más inútil es invertirlos sin sentido. El sistema educativo siempre necesita más, pero no es menos cierto que se aportan recursos y medios con escasa inteligencia, sin generar los procesos de mejora a los que se aspira en educación.
Hoy el profesorado carece de receptividad para implementar tantas políticas educativas. Está agotado, con la sensación de que nunca hace bien su trabajo a los ojos externos, y pesimista ante las ‘fantásticas’ ideas proyectadas en cada cambio de gobierno, empeñado en ‘grandes soluciones’ para que todo siga igual. Las varitas mágicas en educación solo existen en ese contacto directo entre alumno y maestro. La clase política cree tenerlas en forma de boletines oficiales, donde vierten enrevesados desarrollos curriculares que, antes que guiar, confunden al paciente docente.
El profesor Antonio Bolívar escribía: “El currículo enseñado, pues, en cada área o materia, acontece confrontando a los alumnos con situaciones de aprendizaje variadas y contextualizadas, que tendrán que resolver y que, a su vez, impliquen la movilización de lo que saben. El profesor, en lugar de fuente que disemina conocimientos, es un facilitador que orquesta entornos de aprendizaje, de modo que los estudiantes puedan construir su propia comprensión a partir de medios proporcionados.” Lo mismo que se decía hace treinta años, cuando se hablaba del alumnado protagonista de su aprendizaje y del docente arquitecto de los procesos. Su papel: preparar y organizar situaciones y actividades que permitan al alumno, al resolverlas, construir sus aprendizajes.
Las políticas de escaparate en educación son una indecencia, al igual que jugar con la inocencia o ignorancia de la ciudadanía, haciéndole ver que una rebaja de impuestos, para meterse en el bolsillo dos o tres euros al mes, solucionaría los problemas que arrastra la carestía de la vida.
Podemos buscar resultados distintos, porque no nos satisfacen los obtenidos, pero no liemos continuamente la educación en una estúpida tela de araña, que proclama cambios, cuando luego nada cambia. Si buscamos resultados distintos, más óptimos, no confundamos a los que serán sus artífices para alcanzarlos: los docentes. Demos pautas sencillas, no farragosas, para que puedan ponerlas en práctica. Los continuos cambios normativos, que presagian ‘grandes conquistas’, no son la mejor fórmula.
Tengamos pausa, modifiquemos rutinas metodológicas, entendamos qué es lo que necesitan nuestros alumnos y, si somos docentes, cambiemos actitudes, metodologías, estrategias educativas, trabajemos en equipo, no necesitamos magnas arquitecturas curriculares que se asemejan más a maniobras de la confusión que a sensatos ejercicios reflexivos de sabiduría, busquemos las mejores soluciones didácticas y metodológicas.
Si queremos resultados diferentes, no cabreemos a los docentes, persuadámoslos de que ellos pueden conseguirlos con su implicación y complicidad. A ver si el nuevo curso viene con mejores augurios.
*Artículo publicado en Ideal, 14/05/2023
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