Ansiar el poder suele hacer cambiar de opinión de un día para otro y recurrir a argumentos variopintos bajo la premisa de que el fin justifica los medios, por muy deleznables que estos sean. El concepto de política, ese arte de lo posible capaz de cambiar el mundo, eso sí, no solo a mejor, también a peor, podríamos decir que arranca con Aristóteles y continua con Maquiavelo o Leibniz, concepción a la que le van añadiendo apellidos, como el Mayo del 68, cuando los estudiantes proclamaban: “Sed realistas: pedid lo imposible”. Por eso la política también se concibe como el instrumento para alcanzar lo imposible.
Entre lo imposible parece que está eso de conseguir un clima de convivencia y concordia con el independentismo catalán que, de alcanzarlo, el tiempo y la historia lo dirán, se agradecerá algún día. España vive ahora momentos cruciales con una ley de amnistía que aspira a apaciguar o, tal vez, finiquitar el ‘procés’, movimiento político que tanto nos ha incomodado y hacia el que algunos tenemos escasa simpatía. Escribíamos que a la cuestión nacional (mi artículo publicado en Ideal, 12/11/2023) hay que buscarle una solución: hallar el punto de avenencia, salvo que queramos mantener la confrontación sine die.
Hubo un tiempo en que Junts y el ‘golpista’ Puigdemont casi fueron indultados por el PP, cuando González Pons, vicesecretario de acción del partido, tuvo conversaciones con responsables del independentismo catalán. Entonces manifestó sobre Junts (Onda Cero, 23/08/23): “Es un grupo parlamentario que al igual que ERC, más allá de las acciones que cuatro personas, cinco, diez, las que fueran, llevaran a cabo, representan a un partido cuya tradición y legalidad no está en duda”. Hoy se dice lo contrario. “Cosas tenedes, Cid, que farán fablar las piedras”, sentenciaba el Poema del Mío Cid.
Luego vino la arremetida de lanzar mensajes a diputados socialistas para que cambiaran el sentido de su voto a favor de la investidura de Feijóo. Lo dijo Borja Sèmper: “Aquellos que se encuentren incómodos con el apoyo al PSOE de nacionalistas vascos y catalanes”. Esto, cuando el PP montó la estrategia de presión sobre los diputados críticos del PSOE, tras asumir el portazo del PNV a la investidura y la dificultad de atraer a Junts Todo lo cual cabe en el devenir lógico de la política.
Discutir si estamos de acuerdo o no con la amnistía al independentismo catalán es un debate legítimo y necesario. Pero introducir la variante del terrorismo en la línea argumental para vincular la amnistía con concesiones a terroristas cabría calificarlo de espurio y grosero. Me explico.
España vivió durante más de cuarenta años una de las lacras más lacerantes que puede sufrir una sociedad: el terrorismo, en unos momentos en que se salía de una dictadura y construíamos la democracia. En octubre de 2011, ya más de doce años, ETA anunció el cese de la lucha armada, después de que la sociedad española la derrotara. Sin embargo, no ha pasado ningún día desde entonces sin que el terrorismo no haya sido esgrimido como argumento para hacer política. Y ha funcionado. Hay partidos políticos que necesitan activar el discurso terrorista para regurgitar en sus relatos a la opinión pública un alimento innoble y falaz. Una sociedad que lo ha sufrido durante tanto tiempo necesita sentirse liberada de esa obsesión que la tuvo atenazada aquellas aciagas jornadas marcadas por los sangrientos atentados. Hay más del 50 por ciento de población española que ha vivido bajo la pesadilla del terrorismo toda su vida; el otro 50, con la dictadura añadida.
Por eso banalizar el terrorismo, cuando no lo hay, es una indecencia. Intentar perseguir a independentistas tachándolos de terroristas es una aberración en el uso de nuestro Estado de Derecho. Que hubiera independentistas vascos que utilizaron el tiro en la nuca y atentados masivos e indiscriminados para matar a la gente, generando terror como maniobra de presión y control, al más puro estilo fascista, no significa que quienes se manifiestan como independentistas haya que calificarlos también como tales. No se les exculpa la violencia despreciable a los Comités de Defensa de la República (CDR) o Tsunami Democrátic, con acciones de una brutalidad desmedida para ‘hacer valer su fuerza’, pero no cometieron actos terroristas. La sociedad española es, sin duda, la más avezada para diferenciar terrorismo y manifestación violenta. Y si los hubiera, que hable la Justicia.
La política lo puede todo, o no, pero sí es capaz de crear la confusión hasta malversar la opinión pública de ciudadanos que confían en sus políticos. El segundo mandamiento dice: “No tomarás el nombre de Dios en vano”. El terrorismo tiene poco de sagrado, aunque para los terroristas sea su primer mandamiento, pero no podemos tomarlo en vano y esgrimirlo para todo. El terror y la crueldad generalizada que implica, invalida su uso como ‘argumento’ para politiquear, al menos por respeto a una ciudadanía que lo ha padecido.
En política no vale todo, aunque ciertos políticos crean que sí. La premisa de que el independentismo es terrorismo es falsa. Terrorista es el que utiliza el terror y la muerte como maniobra para alcanzar sus fines. No son terroristas, por ejemplo, los trabajadores más radicales de los astilleros de Cádiz que cortaban vías de comunicación incendiando neumáticos, como no lo son los que se manifestaron en el barrio de Gamonal en Burgos, enero de 2014, en unas protestas que durante varias noches quemaron contenedores, arrasaron materiales de obras o destrozaron sucursales bancarias.
*Artículo publicado en Ideal, 11/02/2024
** El asesino amenazado, René Magritte, 1927
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