No sé si el futuro de las próximas generaciones va a ser peor, distinto o está prescrito en una receta por los nuevos dioses de las tecnológicas denunciadas por provocar la gran crisis de salud mental de los jóvenes en Estados Unidos. Lo cierto es que lo que les estamos construyendo no es ese halo de felicidad, prometida por espectros que se mueven en universos en expansión, afanados en hacérsela ver, en una suerte de propaganda narcotizada y marketeada, sino futuros despersonalizados.
“Vender felicidad y acomodar la vida al patrón de ser feliz es parte del proyecto de la nueva normalidad en la que estamos instalados”. Así lo señalan Edgar Cabanas y Eva Illouz en Happycracia. Cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas. La gran industria que la visión neoliberal tiene diseñada al efecto en la sociedad posmoderna: “Vender cualquier cosa, lo que sea, incluso ‘humo’, para ser felices”. Esa misma felicidad paradójica de la que habla Gilles Lipovetsky en su ensayo sobre la sociedad del hiperconsumo.
Las generaciones de ahora suelen etiquetarse: ‘millenials’, antes, o generación Z, ahora, la nacida con la irrupción de internet y consumidora de esta tecnología. La que encontramos en nuestras escuelas, junto con la que ya se viene llamando generación Alfa, la emergida en la segunda década del presente siglo. La generación Z suele mostrar una aparente imagen de ‘pasar’ de su mala salud mental con mensajes y comentarios en tono humorístico, como si con ello combatieran su malestar, lo parchearan o quisieran simular que tal cosa no existe en su mente, como si diciendo lo contrario a como se sienten, sin más, acertaran con la terapia salvadora que todo lo resuelve. Quizá esto de relativizar los problemas sea un mecanismo de defensa para no aparentar preocupación en un mundo que exige una permanente sonrisa. Sin embargo, banalizar los sentimientos de angustia o pesimismo no siempre es la mejor alternativa. La generación Alfa sigue un camino parecido.
Cuando hablamos de ‘generación de cristal’ no podemos obviar que está sometida a una tormenta de influencias de lo más diverso. Sobre ella recaen un sinfín de mensajes, subliminales o explícitos, imágenes de cómo han de ser para triunfar o ser felices: un auténtico bombardeo sobre mentes en formación. Esta generación está embestida por una potente presión, tanto del entorno inmediato como del remoto, como jamás lo estuvo otra generación anterior. Desvelar y verbalizar el desasosiego emocional es pertinente y necesario, reconocer que en la búsqueda de una solución a sus problemas personales precisan ayuda psicológica, es un paso adelante. La fragilidad es un valor que todo ser humano debe exhibir, cuando realmente la siente en su estado emocional.
Los que somos de otro tiempo recordamos aquello que cantaban Ana Belén y Víctor Manuel: ‘Para la ternura siempre hay tiempo’. Nos hizo ver en aquellos años ochenta que los sentimientos debían abrirse, mostrarse en las relaciones humanas y no quedar ocultos en la recóndita esfera de la represión, como aseguraban aquellos otros postulados que recomendaban ‘ser duros’ o ‘aguantar para dentro’.
Quienes nos movemos en el mundo de la educación, y tomamos contacto con los centros educativos, apreciamos que los casos de problemas de salud mental en el ámbito escolar van en aumento. Los trastornos por déficit de atención con hiperactividad (TDAH), trastornos de ansiedad, depresión infantil y adolescente o las inclinaciones suicidas y conductas autolesivas son una realidad que cada día está más presente.
La enorme influencia de las redes sociales en este incremento de trastornos de salud mental y bienestar psicológico entre niños, adolescentes y jóvenes adultos, está refrendado por no pocos estudios. Desde la irrupción de la hiperconectividad, que abrió un universo del que desconocemos sus límites, antes que crear entornos comunitarios de relaciones estables, ha promovido no solo un mayor individualismo, también la desconexión con la realidad circundante. A veces propicia situaciones adversas de inestabilidad psicológica. Las propias redes sociales se convierten en peligrosos oráculos cuando los jóvenes buscan soluciones en ‘influencer’, ‘streamer’, ‘youtuber’ o ‘tiktoker’. Como cuando se busca consejo entre el grupo de iguales a las dudas en las relaciones afectivo-sexuales, o directamente se va a la pornografía. Hoy día, más que nunca, prolifera la respuesta amateur frente a la ayuda prestada por especialistas.
La depresión, la ansiedad o los estados emocionales adversos no deberían ser temas frivolizados con opiniones de aficionados, que fomentan el autodiagnóstico, lejos de profesionales de la psiquiatría o la psicología.
Uno de los temas que más inquieta es el suicidio y las autolesiones. La Organización Mundial de la Salud señala que el suicido es la segunda causa de muerte entre los 15-29 años en todo el mundo. En países desarrollados, la relación entre el suicidio y los trastornos mentales tienen en la depresión o las adicciones al alcohol y drogas las causas principales. En España, el suicidio es la primera causa de muerte no natural en estas edades, por delante de los accidentes de tráfico, convirtiéndolo en un problema de salud pública. Según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), en el año 2020 hubo 14 suicidios en menores de 15 años (7 hombres y 7 mujeres); y 300 (227 y 73) entre los 15-29 años.
A los jóvenes les prometemos futuros, que la mayor parte de las veces son futuribles. Deberíamos tomar mayor conciencia como sociedad del problema de la salud mental infantil y juvenil. Se trata de la nueva epidemia que nos acecha.
*Artículo publicado en Ideal, 25/02/2024
** La noche estrellada,Van Gogh, 1889
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