Cuando el mundo parece que naufraga, en un caos que algunos lo tienen muy medido, mientras los muchos lo padecen, me viene a la memoria que la muerte es el único lenguaje que esos ‘algunos’ conocen y practican, convencidos de que es su mejor compañera para avalar su triunfo. No conocen la compasión, quizá porque nadie la practicó con ellos o porque no la consideran necesaria para su supervivencia. Los demás, la gran mayoría, son presa de sus maldades y de la crueldad de sus mentes depravadas, alejadas de la empatía y aliadas del dolor y el sufrimiento ajeno.
El olvido, aunque “no es victoria sobre el mal ni sobre nada”, escribía Benedetti, nos libera de no pocas malas remembranzas que, si no, asediarían nuestra mente bajo un tormento capaz de volatilizar nuestro juicio. Sin embargo, el recuerdo se activa fácil al visitar un lugar donde las personas fueron presa de la pulsión del tánatos. “El olvido está lleno de memoria”, decía también Benedetti.
Hace más de diez años paseaba por la calle Navas de Tolosa de Mondragón, mi imaginación irremisiblemente evocó el escenario de la tragedia desatada aquel 7 de marzo de 2008 frente al portal número seis: el terrorista de ETA, Beñat Aginagalde, asesinaba a Isaías Carrasco. Hoy el olvido puede que haya aliviado las emociones que me causó recrear los detalles que acontecieron, los momentos en que el pistolero aguardaba la salida del exconcejal socialista, el descerraje de cinco disparos viles desde el parabrisas, mientras se acomodaba en el asiento del coche.
También estos días se cumplen veinte años del atentado yihadista del 11M en Madrid. Murieron 192 personas y casi dos mil resultaron heridas. No hace tanto subía al cercanías para ir de Colmenar Viejo a la estación de Sol, un trayecto que resulta plácido y ligero, pero eso no fue óbice para que me asaltaran los ecos de la masacre causada por la explosión de diez bombas en distintos puntos de la red de cercanías. Igual que al pasear por el World Trade Center, la Zona Cero de Nueva York en Manhattan, rememoraba las imágenes de las Torres Gemelas impactadas por dos aviones, otro día 11, pero de septiembre de 2001. Cuando uno es forastero y visita un lugar donde aconteció una tragedia tan cruenta, siente el incómodo recelo de pensar que por allí merodeó la muerte.
El espectáculo de la muerte siempre tiene sus adeptos. Ejercer de verdugo o sicario debe provocar, a tenor de imágenes grabadas sin pudor, un subidón de adrenalina, acaso un deleite libidinoso, capaz de estimular el placer de sentirse poderoso, disponiendo de la vida de los demás, gozando con la destrucción y la sangre o el sufrimiento de indefensos ciudadanos. Eso debió ocurrirle a los asesinos de Hamás, que grabaron con móviles sus acciones, o a los asesinos del ejército israelí en sus razias. Hace más de un mes el New York Times (Investigación visual, 6/2/24) publicaba una serie de vídeos, tras rolar por redes sociales, de soldados israelíes, deshumanizados y sonrientes, mostrando sus ‘hazañas destructivas’ o burlándose de los habitantes de Gaza, filmándose como auténticos ‘tiktokes’con total impunidad, sin el recato ni decencia de quien tiene la fuerza bruta y mortal de su parte. ¿Qué impulsaría a aquellos otros soldados que perpetraron la matanza de un centenar de gazatíes desesperados y hambrientos el 29 de febrero?
En otro campo de batalla, en el conflicto entre Rusia y Ucrania, ocurre otro tanto. Los soldados, cual reporteros, comparten vídeos de momentos del combate con cámaras instaladas en el casco. No faltan los que muestran torturas, ejecuciones o vejaciones hacia el enemigo y la población civil. Cuando se da cuartelillo a los instintos más bajos del ser humano, se puede esperar todo del ser humano. Los ejemplos de estas perversidades podrían ser incontables.
Veo el horror de la guerra en imágenes de televisión y a veces me desentierran aquella asfixiante película de mi juventud: Johnny cogió su fusil (Dalton Trumbo, 1971), el joven combatiente de la Primera Guerra Mundial que al despertar en un hospital solo tenía activa su mente atormentada y desconcertada. Sin rostro, ciego, sordo, mudo y con los miembros amputados, solo mantenía el cerebro para interpretar qué le ocurría. El silencio le traía a la memoria una explosión tras un bombardeo, luego, la nada. Al descubrir que seguía en la vida, y que su cuerpo tullido era su cárcel, la agonía le carcomía pensando que la sinrazón humana lo había sumido en la negación.
El mundo se agita, el peligro de escalada bélica no hace más que amenazarnos. Europa ya habla de elevar el presupuesto de Defensa. La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, lo expresó ante el Parlamento Europeo: “La amenaza de guerra puede no ser inminente, pero no es imposible”.
La nuca no es solo el destino de la violencia, también lo es la aniquilación de la conciencia que nos deja aislados: ciegos, sordos, mudos, sin rostro, sin extremidades, inmóviles, con el cerebro intacto mientras nos martirizamos por no poder contemplar la vida, ni escuchar los sonidos de la paz, ni proclamar la verdad, ni caminar por senderos de gloria o amar a nuestros semejantes, solo regurgitar en el dolor pensamientos silenciados, tormentosos, dañinos para nuestro equilibrio personal. Entretanto, dejamos que la tiranía tenga las manos libres.
La sensación que provoca tanta desdicha en la razón es un estruendo destructivo y despiadado en el corazón de la humanidad.
*Artículo publicado en Ideal, 10/03/2024
** René Magritte, Memoria, 1944
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