‘Es la economía, estúpido’. En esta frase se dice que se encerró gran parte de la derrota de George Bush, padre, en las elecciones de 1992, y aupó al modesto gobernador de Arkansas, Bill Clinton, a la Casa Blanca.
Esa misma construcción gramatical cabría utilizarla ahora para referirnos a una de las claves fundamentales sobre la que gravita el mundo de hoy: ‘es el mercado, estúpido’. No tenerlo presente sería de estúpidos.
La crisis económica en la que estamos sumidos ha desestabilizado economías y gobiernos, y está marcando como nunca las políticas no sólo económicas de los gobiernos.
Los mercados se han convertido en auténticos tótems venerados de la sociedad postmoderna.
Son los dioses de la Grecia clásica y a ellos ofrendamos toda clase de sacrificios (ajustes presupuestarios, rebaja de sueldos, recortes en los gastos…) para calmar su ira. La consigna principal es que es necesario recuperar la confianza de los mercados.
Los gobiernos están perdiendo la batalla, que muy bien puede ser la guerra, si no la han perdido ya. El control de los mercados sería la única solución a los problemas económicos actuales y venideros. Pero esto se me antoja harto difícil.
La impresión más común es que el mercado de hoy día es incontrolable. Los gobiernos se muestran incapaces para intervenir en él, van a remolque, y sólo les queda adoptar medidas que lo satisfagan.
El mercado está globalizado, el poder político no. En esto parece radicar la insalvable diferencia en la toma de decisiones cuando son apremiantes, rápidas y urgentes.
Hace unos días Timothy Garton Ash, catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, decía algo así como que Europa avanza hacia el declive. Según él, la crisis de la eurozona no ha hecho más que empezar.
En todas las disputas y tensiones que ha generado la crisis se ha destacado la responsabilidad de los mercados como parte de la razón teórica, mas todas las miradas se han dirigido al poder político como fundamento de la razón práctica.
No está lejano el espíritu capitalista, y más el que nos ha invadido en los últimos años, de ese amor al lucro que Aristóteles definía en la moral a Eudemo como vergonzoso sentimiento “que arrastra a los hombres a ganar sin respeto a nada y a tomar más en cuenta el provecho que se saca que la vergüenza de que uno puede cubrirse”.
Como ha escrito recientemente Alain Touraine, sociólogo galardonado hace unos días con el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades 2010, la defensa mundial contra los ataques de especuladores y agitadores obliga a “devolver al trabajo la parte del producto social que le ha quitado el capital”, así como a restablecer el vínculo entre la función financiera y las funciones de producción.
Ahora pensamos que es el turno del poder político, quien debe arbitrar las medidas que conduzcan a humanizar los mercados. Si no le ponemos a estos alguna brida nos la volverán a jugar. Tiempo al tiempo.
Esa misma construcción gramatical cabría utilizarla ahora para referirnos a una de las claves fundamentales sobre la que gravita el mundo de hoy: ‘es el mercado, estúpido’. No tenerlo presente sería de estúpidos.
La crisis económica en la que estamos sumidos ha desestabilizado economías y gobiernos, y está marcando como nunca las políticas no sólo económicas de los gobiernos.
Los mercados se han convertido en auténticos tótems venerados de la sociedad postmoderna.
Son los dioses de la Grecia clásica y a ellos ofrendamos toda clase de sacrificios (ajustes presupuestarios, rebaja de sueldos, recortes en los gastos…) para calmar su ira. La consigna principal es que es necesario recuperar la confianza de los mercados.
Los gobiernos están perdiendo la batalla, que muy bien puede ser la guerra, si no la han perdido ya. El control de los mercados sería la única solución a los problemas económicos actuales y venideros. Pero esto se me antoja harto difícil.
La impresión más común es que el mercado de hoy día es incontrolable. Los gobiernos se muestran incapaces para intervenir en él, van a remolque, y sólo les queda adoptar medidas que lo satisfagan.
El mercado está globalizado, el poder político no. En esto parece radicar la insalvable diferencia en la toma de decisiones cuando son apremiantes, rápidas y urgentes.
Hace unos días Timothy Garton Ash, catedrático de Estudios Europeos en la Universidad de Oxford, decía algo así como que Europa avanza hacia el declive. Según él, la crisis de la eurozona no ha hecho más que empezar.
En todas las disputas y tensiones que ha generado la crisis se ha destacado la responsabilidad de los mercados como parte de la razón teórica, mas todas las miradas se han dirigido al poder político como fundamento de la razón práctica.
No está lejano el espíritu capitalista, y más el que nos ha invadido en los últimos años, de ese amor al lucro que Aristóteles definía en la moral a Eudemo como vergonzoso sentimiento “que arrastra a los hombres a ganar sin respeto a nada y a tomar más en cuenta el provecho que se saca que la vergüenza de que uno puede cubrirse”.
Como ha escrito recientemente Alain Touraine, sociólogo galardonado hace unos días con el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades 2010, la defensa mundial contra los ataques de especuladores y agitadores obliga a “devolver al trabajo la parte del producto social que le ha quitado el capital”, así como a restablecer el vínculo entre la función financiera y las funciones de producción.
Ahora pensamos que es el turno del poder político, quien debe arbitrar las medidas que conduzcan a humanizar los mercados. Si no le ponemos a estos alguna brida nos la volverán a jugar. Tiempo al tiempo.
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* Este texto ha servido de base para un artículo publicado, con el mismo título, en Ideal, 15 de junio de 2010.
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