Era una cuenta pendiente que tenía conmigo mismo: visitar la Feria del Libro de Madrid, que tanto deseo había despertado en mí desde años atrás, y que nunca había encontrado la manera de satisfacer. La había visto sólo a través de la televisión, como vemos otras tantas cosas de este mundo que nunca alcanzaremos a acariciar en directo, a pesar de que nos entren a empellones por cualquier pantalla de televisor u ordenador.
En este viaje a Madrid tenía otro objetivo que quiero referir cuanto antes: cumplir con la promesa hecha a Ángela e Inés de llevarlas al zoo. Una visita que ha resultado un acontecimiento memorable. Ver sus caras abordadas por la emoción y la sorpresa, o los recelos de Inés ante los articulados dinosaurios, casi vivos, que se mueven amenazantes, o la expectante cara de Ángela mirando los tiburones del Aquarium, después de que tantas veces me haya pedido que le contara historias de tiburones en el mar, no tiene precio. Y eso sin olvidar el empeño de Inés por llevarse a casa una cría de mandril. Y que, como obviamente no accedimos, tuvo su contrapartida en la resistencia a ser fotografiada en el resto de la visita.
La Feria del Libro de Madrid tiene las mismas dimensiones colosales que la ciudad. Al entrar en ella me sentí impresionado, quizá porque durante un buen rato la comparé con lo coqueta que resulta la de Granada a su lado. Encontré a muchos escritores afanados en la firma de sus libros. Saludé a Almudena Grandes, y detuve la mirada en César Antonio Molina, Lucía Etxebarria, Fernando Delgado. Benjamín Prado o Elvira Lindo; mientras que otros que se dedican a construir interesadas interpretaciones de nuestra reciente historia ni siquiera me suscitaron un mínimo interés. Pero mi presencia en la Feria perseguía otro deseo: que Antonio Muñoz Molina, escritor que despierta mi admiración en casi todo lo que escribe, me escribiera una dedicatoria en mi ejemplar de La noche de los tiempos. El encuentro con el novelista, atravesado por el respeto a la nutrida cola de personas que aguardaban como yo una dedicatoria en alguno de sus libros, lo alargué tanta como la prudencia aconsejaba. A pesar del escaso tiempo disponible, la conversación nos permitió hablar de Granada, de amistades comunes y también de educación, tema que tanto concita su interés en muchos de sus escritos. Entonces le ofrecí un ejemplar de La educación que pudo ser, que amablemente aceptó. Muñoz Molina, en mi opinión, es un prototipo fiel de la austeridad de la tierra jiennense: grave, aplomado, con tono sobrio y capaz de bucear en los entresijos de la vida de la gente hasta desvelar su alma. En el intercambio de palabras lo vi cercano, receptivo, como queriendo captar los matices que se derivan del contacto con tanta gente en tan apretado tiempo.
Luego, por la tarde, vino el anuncio del rescate del sistema financiero español, y sentí tanta rabia como impotencia. Traté de que no se desmoronaran muchas de las sensaciones vividas en la Feria del Libro, pero no pude evitar que me aturdiera una noticia que tiene tan poco de literaria, pero mucho de esas historias que se cuentan en la literatura. Y entonces pensé en el futuro, quizá hipotecado, que le vamos a dejar a nuestros hijos y nuestros nietos. Y pensé en Ángela e Inés. Y también me acordé de la irresponsabilidad de muchos gobernantes y financieros que, cuando engolfados en la opulencia, no repararon que era el momento de poner orden en un país donde estábamos malcriando a sus habitantes.
1 comentario:
Hace unos días, una conocida de Muñoz Molina desde hace bastante tiempo, me comentaba que después de leer "Ardor Guerrero", le preguntó al escritor que si no sentía un poco de miedo de la reacción que pudiera suscitar su libro en el ejército, a lo que Muñoz Molina le contestó algo parecido a esto: "Ninguno, porque los militares no leen". Me pareció genial la respuesta de este hombre, por el que siento una enorme admiración. Creo que es un monstruo en el manejo del lenguaje.
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