A los dictadores, como a todos nosotros, les preceden los sueños. Pero sus sueños son una explosión ególatra, incluso cuando se muestra embadurnada de una mística fraudulenta, que busca la salvación de los demás y la de un mundo que se les antoja desajustado, mirado como está a través de unos ojos pervertidos. Sueños que hablan de pureza de la raza, pureza religiosa, pureza ideológica… y de todas las purezas de las cuales ellos suelen carecer. Sabemos que los dictadores cometen execrables crímenes, multitud de fechorías, ruindades amasadas desde la vileza, que luego no se atreven a reconocer, en su cobardía, cuando caen en la desgracia.
En Argentina se han vivido durante tres décadas las secuelas del sufrimiento que sembraron un puñado de dictadores, protagonistas de una tiranía y crueldad sin límites, desde mediados de los setenta del siglo pasado. Uno de los sueños de aquella tropa de desalmados era arrancar a los hijos de las ‘mentes atrofiadas por ideas de subversión’ para ponerlos en manos de ‘familias de bien’ que pudieran educarlos en la ‘rectitud ideológica y moral’ del amor a una patria que se habían inventado. Uno de ellos, Jorge Rafael Videla, ha sido ahora después de más de treinta años condenado a medio siglo de cárcel por robarle los niños a las familias enemigas. En algunos casos secuestraban a mujeres embarazadas, y cuando daban a luz les retiraban el bebé y se deshacían de ellas por uno de esos métodos monstruosos que habían inventado: los vuelos de la muerte. Era como si con ello pretendieran alcanzar la pureza ideológica en la nación argentina, evitando que los enemigos ideológicos educaran a los hijos en su pensamiento subversivo. Pero no lo consiguieron, a pesar del dolor causado, y el sueño de los dictadores se hizo vano.
La limpieza étnica nunca ha funcionado. Es cierto que a lo largo de la Historia el sueño perverso de los dictadores ha causado mucho dolor, pero aquellos que han hecho de la aniquilación del prójimo una misión para ‘elegidos’ jamás lo han conseguido. La Historia siempre ha dejado en evidencia a los que, afectados por una obsesión freudiana, han pretendido devorar al enemigo o destruir a pueblos enteros alegando fútiles justificaciones étnicas, raciales, ideológicas o religiosas.
Algunos dictadores terminaron asesinados, como magistralmente nos descarna paso a paso la pluma de Vargas Llosa para el dominicano Rafael Leónidas Trujillo en La fiesta del chivo. Otros terminarían fagocitados en su propia depravación, como en el relato que nos ofrece García Márquez en El otoño del patriarca, donde muestra esa extraordinaria visión de la decrepitud obsolescente del anciano dictador. Pero también los ha habido que, como Videla, hasta han tenido la suerte de ser juzgados y tener la defensa jurídica que no tuvieron sus víctimas.
1 comentario:
Conocí a una chica argentina que había huido de aquella dictadura con sus padres. Me contaba el miedo que tenían en aquellos años.
Saludos
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