Hace ya tiempo que aquel antiamericanismo que un día provocara el rechazo hacia todo lo que provenía de Estados Unidos ha ido mitigándose, cuando no despareciendo, al menos en países europeos. Nos alegramos de ello, casi siempre los sentimientos de rechazo suelen provenir de enfoques desajustados distorsionadores de la realidad. A ello han contribuido muchas cosas, quizá la caída del muro de Berlín y la desaparición de la política de bloques haya sido la causa principal, pero también un cierto amago en las pretensiones imperialistas, ahora tal vez más disimuladas, y el proceso de ‘humanización’ que se inició con la victoria electoral de Obama en 2008. Sin embargo, hay dos cosas que nos recuerdan que esta inmensa nación comparte una especie de primitivismo, totalmente anacrónico, desfasado en lo que representan los valores de un país democrático y desarrollado: la pena de muerte y lo que se denomina ‘cultura de las armas’. Y es que las matanzas a manos de individuos armados que, de manera reiterada nos asaltan en el tiempo, no ocurren con la misma frecuencia en Estados Unidos que en otros países desarrollados.
Las armas de fuego forman parte de la vida de los estadounidenses como aquí el cuchillo jamonero. La afición a las armas se fomenta desde niños, se inculca que una manera de entender la protección de la vida personal y familiar se hace empuñando un arma. El documental de Michael Moore de hace diez años Bowling for Columbine mostraba la dimensión que alcanza la ‘cultura de las armas’ en Estados Unidos; en algunas imágenes incluso se veía cómo los padres adiestraban en el manejo de las armas a sus hijos como si les enseñaran a pedalear en bicicleta. No se trataba de niños de entornos rurales o de montaña, donde cabría pensar en la caza como excusa, sino niños de entornos urbanos donde la caza, en todo caso, se realiza en el supermercado. Estos pequeños aprendían, e imaginamos que aprenden, antes a manejar una pistola o un rifle que a saber que los huevos no provienen del supermercado sino de las gallinas. Sabemos que existen dos grandes fuerzas que favorecen el arraigo de las armas en la vida cotidiana del estadounidense: la segunda enmienda de la Constitución norteamericana que parece reconocer el derecho a poseer armas de fuego; y el interesado influjo de la industria armamentística y, sobre todo, de la Asociación Nacional del Rifle, un lobby de gran influencia en el país.
La sociedad estadounidense no está más o menos enferma que lo pueda estar la española, la finlandesa o la noruega. Cada una de ellas tiene su episodio bárbaro donde un individuo cometió en algún momento una horrenda matanza de dimensiones más o menos parecidas a la reciente de Newtown. Nosotros tenemos la que perpetraron los hermanos de Puerto Hurraco, Noruega la de la isla de Utoya y Finlandia la del instituto de Tuusula. La historia reciente nos indica que se trata de episodios aislados que quedan anclados en el tiempo. Pero en Estados Unidos este tipo de episodios sangrientos pasan de manera tan periódica que deben conducir a una profunda reflexión acerca de la tenencia y el uso de armas entre la población. La enajenación mental, la soledad, la paranoia o la venganza son desajustes de la mente humana que están presentes en todas las sociedades, pero cuando alguien se ve afectado por alguno de ellos lo que no suele tener a la mano en muchos países es un arsenal de armas a las que recurrir cómodamente, ni el convencimiento social de que pueden utilizarlas con tanta facilidad.
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