En nuestro país arrastramos todavía algunos complejos de la dictadura. Uno de ellos es la infantil necesidad de ser tutelados, como si nos gustara ampararnos en cómodas y timoratas posiciones de pasividad expectante. Este complejo tal vez esté más enquistado en los gobernantes y dirigentes de partidos (bastante rédito sacan de ello), que les encanta decidir por el pueblo en cuestiones de gran calado, que en la sociedad, acostumbrada a que la acunen en demasía.
Algo así es lo que viene ocurriendo con la controversia suscitada al hilo de la abdicación del rey Juan Carlos. Los partidos políticos dominantes se han enrocado frente a las peticiones de referéndum, en el que la sociedad se pronunciara si quería continuar con la monarquía o implantar una república. No han tardado ni unas horas en ponerse de acuerdo ambos partidos para imponer su aplastante mayoría parlamentaria y dejar las cosas como a las gentes de bien les gusta: tranquilas, encauzadas y bien controladas. Por cierto, con qué prontitud se han puesto de acuerdo PP y PSOE en este asunto de la abdicación y el trabajo que les cuesta ponerse de acuerdo para firmar un pacto por la educación.
Lo de Rajoy ya lo sabíamos: lo que tengáis que decidir ya lo haremos nosotros por vosotros. Lo de Rubalcaba en el Congreso, justificando el voto a favor de la ley orgánica que regulará la abdicación, entre un republicanismo sentimental y confeso y un constitucionalismo de catecismo, ha sido para nota. Los socialistas somos republicanos pero acatamos la Constitución, algo así ha dicho. Esto hace treinta años sonaba bien, quizá había necesidad de ello, pero ahora, en los tiempos que corren y dicho de esta manera, cuanto menos, chirría.
Después de más de tres décadas de democracia creo que ha llegado el momento de que el pueblo, con toda normalidad democrática, pueda decidir quién debe ser su jefe del Estado, si ha de ser un rey o un ciudadano, o lo que es lo mismo: si quiere una monarquía o una república.
Es el pueblo quien tiene que decidir estas cuestiones, que no creo que formen parte de las atribuciones que se arrogan a la representatividad parlamentaria en el Congreso o en el Senado. Es una cuestión demasiado importante para dejarla en manos de los partidos políticos allí representados.
El referéndum hubiera sido un signo de madurez democrática y un acto inteligente para asentar nuestro modelo de Estado para mucho tiempo.
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