Me gustó pasear entre las muchas estatuas que exhibe el parque de Vigeland en Oslo, integrado en el gran parque Frogner. En la semana que he estado allí los días han sido tan luminosos como acostumbramos a disfrutarlos en el sur de España, parece que nos hubiéramos llevado un pedacito de climatología, porque a nuestra vuelta todo indicaba que regresaban la lluvia y temperaturas más frescas. El paseo por el largo puente, jalonado por estatuas en una especie de avenida de las efigies, que conduce hasta el monolito de cuerpos humanos entrelazados que se levanta al fondo como el faro que atrae al paseante, estuvo envuelto por el fulgor de un cielo radiante. Todo el parque de Vigeland es pura exaltación del hombre en todas sus manifestaciones, rodeado por el espectáculo de la exuberancia que la vegetación exhibe por aquellas tierras.
Aquella mañana tan transparente la gente se agolpaba al pie de las estatuas. Todas son obra del escultor noruego Gustav Vigeland, quien acometió por encargo del Ayuntamiento de Oslo tan ingente trabajo hacia el primer tercio del siglo XX. Los visitantes buscaban la foto, o las fotos, para luego recordar en soledad, con familiares o amigos, tantas emociones, y así hacer perdurable ese sueño sin mañana que haga olvidar. Algunos se atrevían a imitar el gesto suspendido en el instante que Vigeland había eternizado, como si pretendieran ser tan inmortales como las figuras de bronce, y así los retrataba la cámara. Me llamó la atención los numerosos grupos de japoneses que aparecían de repente entre la contemplación de una figura y la ensoñación a que te arrastraba; llegaban y pronto se adueñaban del espacio aunque fuera efímeramente. La multitud de cámaras iba sellando en su memoria digital miles de escenas, mientras me preguntaba qué habría captado cada una de ellas, qué representarían esas imágenes para su autor cuando las revisara pasados los años, o simplemente unas horas después, al regresar al hotel, o al cabo de unos días al compartirlas en otro punto del planeta con los amigos.
El paseo se iba llenando de sensaciones auspiciadas por la conjunción de naturaleza y arte, de evocación de los sentidos y de introversión de las impresiones. Más adelante el grupo escultórico de unos gigantones sosteniendo una gran taza, regados por el agua de la fuente que conforman, da la sensación de una fortaleza descomunal. El cuerpo humano seguía manifestándose también en otro grupo de figuras: el carrusel de la vida en la ‘rueda de la vida’ que forman los cuerpos entrelazados de varios adultos y niños. Unas niñas, casi adolescentes, asaltaban el rumor del agua en otra fuente, y descalzas metían los pies entre estridentes risas y el jolgorio de sentirse libres.
El punto final del trayecto es el monolito de granito de diecisiete metros de altura conformado por un amasijo de figuras humanas. La escalinata que da acceso a él se ve interrumpida perpendicularmente por descomunales estatuas de niños, jóvenes, adultos y ancianos formando parejas o grupos que representan momentos en las relaciones entre los seres humanos. La solidez de la piedra y el aplomo de los pesados cuerpos nos traslada al relato que Vigeland nos ofrece de la secuencia evolutiva de la vida a través de escenas cargadas de cotidianidad, de personas que se tocan, de individuos que a pesar de separarlos la delgadez de un milímetro se nos antojan alejados por una incomunicación infinita, con miradas que nunca confluirán; también escenas cargadas de lirismo del que a veces se inviste una mirada, una caricia o un gesto, y otras como muestra de la necesidad que tenemos del otro, de su contacto, del silbido de sus palabras.
En todas ellas se representa la vida, el amor, el gesto que consuela, la atracción sexual entre un hombre y una mujer, entre dos hombres, entre dos mujeres; y asimismo el odio, la muerte, el rencor, la violencia, la vejez, la reprimenda o la caricia de un padre a un hijo, de una anciana a su nieto, los juegos adolescentes y las risas que poco antes he visto en la fuente… Todo tan lleno de vida como la vitalidad que representábamos los que las circundábamos para encontrar la posición idónea para una fotografía con ellas y los que se movían por las anchuras del parque.
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