Un historiador aunque mira más al pasado también lo hace al presente. El maestro Marc Bloch decía que “la incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado”, pero que “no es, quizás, menos vano esforzarse por comprender el pasado si no se sabe nada del presente”. Y con el futuro, ¿qué pasaría? Contemplar el futuro ya no entra en el campo de la visión científica de un historiador, y menos construir el discurso de lo futurible.
Cuando en los ochenta se hablaba de la llegada del siglo XXI creíamos que se inaugurarían tiempos de prosperidad para la humanidad y que se encontrarían vías de solución a tantos males que lastraron el siglo XX: guerras mundiales, desequilibrio norte-sur, desigualdad ricos-pobres, hambrunas… El cambio tecnológico y científico no había dejado de crecer, los adelantos en la ciencia, la medicina o la tecnología nos asombraban y creaban conciencia de la derrota de lo imposible. Se avanzaba en convergencia y lisonja de los derechos humanos, la preservación del medio ambiente conquistaba espacios y conciencias. Sin embargo, sin desmerecer los grandes pasos dados, ha ocurrido lo contrario: los conflictos bélicos no cesan y se extienden a más rincones del planeta, la desigualdad va en aumento, el cambio climático altera el medio ambiente, las tensiones demográficas de la superpoblación y los movimientos migratorios por desequilibrios económicos o conflictos bélicos constituyen un grave problema que genera enfrentamientos tribales, internacionales y entre regiones pobres y ricas.
Ahora al mirar ese pasado desde nuestro presente, lo analizamos y lo interpretamos hasta juzgarlo. Es lo que haremos con nuestro presente en un futuro, pero ya con el prisma de la perspectiva histórica. Entre tanto llega ese momento, hoy nos conformamos con analizarlo, aunque sea sin la clarividente lente de la Historia. Sírvanos, al menos, la comparación de lo imaginado en los años ochenta y el resultado de hoy para sospechar cómo será nuestro futuro. Hoy vivimos una realidad distinta a la que imaginamos en aquellos ochenta: decepcionante y poco ajustada a lo que, desde el optimismo de la razón teórica, pensábamos que sería. Ingenuos de nosotros.
La realidad que nos circunda nos ha sacado del encantamiento. Convertidos en seres tan manipulables como propensos a las salpicaduras del hedonismo teledirigido, cuando no prendidos de una existencia que rayaba la utopía de El mundo feliz de Huxley, jactándonos de vivir en el mundo de las ‘verdades’ sin escuchar la voz de nuestra conciencia secuestrada, ni las voces que nos alertaban de la falsedad de las ‘historias’ construidas para nuestro goce, y que a diferencia de la ‘hipnopaedia’, donde primaba la sociedad sobre el individuo, entonces nos hacían soñar con una individualidad repleta de satisfacciones. Pero llegó el momento en que la convulsa realidad se obstinó en sacarnos de la ensoñación.
El futuro es parte esencial de nuestra existencia, parte de la abducción religiosa del más allá, la meta, la religión sin la cual no encontraríamos sentido a nada, el culmen de lo que seremos, eso que nuestros abuelos llamaban ‘el mañana’. El discurso postmoderno que nos acechó a finales del siglo XX (la política se ha impregnado de él) ahora lo relativiza todo: ya es el presente lo que importa, vivir el momento, lo que venga después deja de ser relevante. El Informe Delors sobre educación (1996) señalaba que el futuro estaba sujeto a ciertos vaivenes que tenían que ver con la permanente situación de novedad e improvisación y la versatilidad en el dominio de recursos y posibilidades de trabajo. No iba descaminado, pero no reveló que esa realidad que vino después sería aún peor de cómo la calibraba.
Tenemos que adaptarnos a los nuevos tiempos, se suele decir con tono grave y profético, pero quién define lo que son los nuevos tiempos, quién los proyecta. El futuro, que es de todos, ha sido secuestrado por unos pocos. Queríamos construir la Europa de los pueblos y de los ciudadanos, pero hemos construido la Europa de la individualidad y el egoísmo. Queríamos hacer de nuestro territorio un espacio de solidaridad que mirara al mundo menos favorecido, pero hemos puesto barreras, altas alambradas y kilómetros de mar para que se ahoguen. Queríamos construir un mundo mejor, pero lo hemos convertido en un foco de agresividad para el hombre. Se han ido derrumbando tantos ideales que la humanidad está ahora más en peligro que cuando la ‘guerra fría’ amenazaba con la destrucción nuclear del planeta.
Las señas de identidad que caracterizan a esta nueva sociedad, la nuestra, nada tienen que ver con aquellos ideales; más bien recorre las sendas del desencanto y la incertidumbre; hemos desmitificado el Estado de bienestar a fuerza de torpedearlo. ¿Dónde están las bondades de la globalización? Nos hemos despertado y asistimos asombrados a las nefastas consecuencias del discurso caído en desgracia. ¿Quién se atreve a decir ahora que el futuro será mejor?
El futuro ya no es nada, se ha desvirtuado. Siempre fue la ilusión y el anhelo, la esperanza hacia un mundo mejor; ahora el futuro ya no tiene futuro, ni siquiera está ungido por la escasa inocencia que aún no ha sido pervertida. Que no nos engañen más con el futuro que viene, conocemos el presente y tenemos datos suficientes para saber cómo será el futuro. Habían prometido tantos futuros que cuando los hemos conocido se ha derrumbado todo. ¿Cuánto se ha cumplido de los objetivos del milenio del año 2000?, y ahora vienen los Objetivos del Desarrollo Sostenible. Ya no creeremos más, el chantaje a que se somete a la ciudadanía es tan cruel como insidioso.
Por un momento Sancho Panza se ilusionó con lo que habría de venir, con las riquezas prometidas, con la ínsula Barataria. Dejó su apego a lo inmediato, a aquello que palpándolo le daba seguridad. Tal vez a nosotros nos quede el mismo futuro que a Sancho.
*Artículo publicado en el
periódico Ideal de Granada, 23/10/2015.
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