Los paseos matutinos por el centro de Granada me ayudan a comprender que todavía hay cosas que no se pueden perder, que siempre las hemos tenido ahí y merece la pena su disfrute. La bronca en la vida pública intoxica tanto que me hace refugiarme no solo en la soledad, también en el sereno cobijo de piedras centenarias, hasta preguntarme a veces si serán ajenas al excitado discurrir del mundo que ahora las acompaña. En La catedral, de Blasco Ibáñez, las piedras catedralicias de Toledo se convierten en refugio del agitador Gabriel Luna, abrumado por las adversidades que han fustigado su vida, a la vez que testigos de la rebeldía que va inoculando en los que escuchan sus arengas frente a la injusticia social que les rodea.
Indignarse es una actitud loable, pero rebelarse contra lo que uno considera reprobable, injusto y degradante es dar un paso más. El actual panorama nacional no anima a pensar en el cambio ético y moral que tanto necesita esta sociedad. Los partidos nuevos han caído en la red tejida por los veteranos y se comportan como ellos: instalados en diálogos sordos y guerras tribales. El ciudadano parece no contar para nadie, aunque sea la excusa perfecta para cualquier soflama. Los mensajes se han acomodado y las maleadas reglas de hacer política, que tanto daño nos han hecho en este último periodo, perviven. La revuelta social ha quedado en una débil expresión de disconformidad, mientras una gran masa de población espera cautiva el maná de la recuperación económica para volver a acomodarse.
La sociedad de las prisas que hemos construido es la antítesis de la calma, el sosiego y la pausa que penetra por nuestros poros en un paseo por la ciudad antigua. En ella el tiempo se ve como suspendido, tan quieto que se deja acariciar. La vorágine de la política y sus intereses, por el contrario, parecen no dejar tregua para recobrar el aliento, todo va demasiado rápido, al ritmo que interesa a unos pocos, pero lejos del que conviene a la sociedad. Somos prisioneros de un tiempo que no controlamos. No ha habido más que saturar al país con procesos electorales en este año para que los discursos de los partidos nuevos y veteranos se uniformicen y las posiciones defendidas en torno a la ciudadanía activa hayan quedado desactivadas por la búsqueda de un puñado de escaños.
Pasado el vendaval de las elecciones catalanas pronto vendrán las generales. El país sigue paralizado, pendiente de disputas y broncas, y aunque a veces me amparo en los libros y en mis escritos, como remedio para alcanzar el reposo y la desintoxicación, algo me rebela, y es tanto lo que me enerva que no estoy dispuesto a silenciar mi pluma: a este país le están sobrando muchos disparates, mucho relato inconsistente y demasiadas propuestas triviales y de escaparate. Las ideas se han agotado en los partidos políticos, sus discursos están llenos de propaganda y falsas promesas. Creen que todo es ofrecer novedades, sin dejar apreciar y valorar lo ya conseguido, abusan de la obsolescencia de lo cualificado, como si siguieran la regla de la industria de los electrodomésticos.
La política no es miserable, la hacen miserable los miserables. Tampoco creemos que sea el reflejo de la sociedad, si así lo fuera no tendríamos cura alguna. Sus males y dolencias, algunos tan nocivos que rayan la metástasis, tienen remedio: desterrar las prácticas que nos han conducido a la hecatombe moral. En La ciudad de los prodigios, de Eduardo Mendoza, Onofre Bouvila se hizo inmensamente rico en aquella Barcelona de las oportunidades, la especulación y la extorsión de finales del siglo XIX. Encontró un camino fácil en una ciudad que se expansionaba urbanísticamente tras la Exposición Universal de 1888. Le sonrió siempre la fortuna utilizando las malas artes, actuó sin ética ni moral, y su dinero le abrió puertas y honores. Casi al final de sus días meditaba: “Yo creía que siendo malo tendría el mundo en mis manos y sin embargo me equivocaba: el mundo es peor que yo”.
La realidad de los últimos años nos ha traído la pérdida infame de derechos sociales e individuales, el deteriorado de las condiciones de vida de una masa ingente de población, se ha practicado la financiación ilegal de partidos a través de tramas fraudulentas y pagos de empresas, los sueldos en bancos y compañías han sido tan alarmantes como indignantes y con pensiones vitalicias escandalosas; algunos políticos privatizaban empresas públicas y luego ingresaban en sus consejos de administración. La política ha servido a muchos para enriquecerse, utilizándola como plataforma de negocio personal: han cobrado varios sueldos o sobresueldos, y perciben pensiones vitalicias y otras prebendas. Y todo en un país con una población tan maltratada por la crisis y la acción de gobierno, y donde se está pasando hambre y privaciones.
Todo esto es lo que queremos cambiar: hacer otra política más allá del insulto, de la palabra descalificadora como único argumento, de la intoxicación verbal que debilita la razón del ciudadano, de las medias verdades del cretino público. La corrupción, la impostura, la deslealtad hacia los ciudadanos, el uso espurio de las instituciones, la utilización de las posiciones para prebendas personales…, todo lo que nos ha indignado estos años, lo que no está ungido por la vitola de los derechos y libertades de los ciudadanos, todo esto es lo que ya nos sobra.
Mis pasos seguirán cada mañana la senda de calles atiborradas de siglos que parecen no inmutarse ante tanto desatino. Las dejaré que guíen mis pasos vacilantes, que su quietud me haga sentir la necesidad de alzar la voz. Aunque ellas no se solivianten, como si despreciaran el tiempo, yo sí me enervaré y buscaré el tiempo robado tan desesperadamente como el conejo de Lewis Carroll.
*Artículo publicado en el periódico Ideal de Granada, 04/10/2015.
1 comentario:
¡Que buena pluma al servicio de una mente privilegiada, de una aguda mirada y de una conciencia moral y ética admirable...para los que tienen conciencia.No somos muchos, pero merecemos estas reflexiones Un abrazo Antonio.
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