Una
sonrisa es a veces una declaración de intenciones, una invitación
para alcanzar una estrella o un alegato a la complicidad, pero
también puede ser una llamada de socorro.
En
mi reciente visita a Madrid había concertado una cita en APRAMP, una
asociación que lleva más de treinta años trabajando a favor de las
mujeres que son objeto de trata de blancas. Íbamos a hablar de mi
deseo de ceder mis derechos de autor de la novela La noche que no
tenía final a esta asociación.
En
el transcurso de la conversación, la directora de la asociación,
Rocío Mora, me habló de que España cuenta entre los primeros
países del mundo como destino del turismo sexual; y, si no entendí
mal, me dijo que era el tercero, detrás de Puerto Rico y Camboya.
Asimismo me aseguró también que hay chicas de menos de veinte años,
atrapadas por las mafias que controlan este negocio, que tienen que
hacer hasta cuarenta servicios diarios. Alrededor de nosotros, a la
vuelta de cada esquina, en nuestra confortable sociedad occidental y
desarrollada, existe ese mundo de la prostitución que creemos tan
lejano, donde miles de chicas son sometidas a la más deleznable
esclavitud.
Al
salir de esta entrevista desemboqué en la calle Montera, desde donde
me dirigía a la Puerta del Sol a coger el metro. Caminaba abrumado
por el impacto de haber escuchado lo que sólo es un grano de arena
en el inmenso mundo de la trata de blancas en nuestro país. A cada
paso, la muchedumbre me obligaba a sortear a cientos de viandantes
que se movían a esa hora por esta concurrida calle. Afectado por la
conversación mantenida, lanzaba miradas fugaces hacia la acera
queriendo encontrar a alguna de las chicas que suelen estar por allí
ofreciendo sus servicios sexuales. Fue así como un poco más
adelante crucé la mirada con una joven muchacha, morena, con ojos
rasgados y una presencia arrebatadora, que se encontraba apostada
junto a un portal. Mi vista al pronto volvió a dirigirse al frente
para evitar el choque con las personas que venían en sentido
contrario.
Imaginé
que estaría allí ofreciendo sus servicios. Quizás por haberla
mirado, o porque yo mismo hubiera esbozado una sonrisa tratando de
redimir parte de la culpa que me arrogué como miembro de una
sociedad hipócrita e insensible, vi cómo dibujaba en sus labios una
sonrisa fugaz. Entonces volví a sentir el desgarro que me habían
provocado las palabras escuchadas un rato antes sobre el drama en que
viven miles de chicas que llegan a nuestro país engañadas, y que
son sometidas mentalmente y obligadas a vender su cuerpo decenas de
veces al día.
Llegué
a la boca de metro. Al subirme en el tren aún rumiaba cómo sería
la vida de esa chica que me había mostrado su sonrisa. Yo me dirigía
al encuentro con mi familia para disfrutar de un almuerzo en compañía
de seres queridos, ¿qué haría ella poco después o el resto del
día? Aquella sonrisa se me había enquistado. Me acompaña todavía. ¿Qué habría detrás de aquella sonrisa?, ¿una llamada de socorro acaso?
Sobre
este tema estamos abducidos aún por aquella visión de la
prostitución que nos ofreció la película Pretty
Woman, y no vemos —o
no queremos ver—
el drama humano que hay detrás de cada chica que está ejerciendo la
prostitución. Como tampoco queremos pensar que la mayoría ni
siquiera son prostitutas, son esclavas.
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