Una
mañana del 20 de noviembre de 1975 era una mañana como otra
cualquiera, hasta que llegué a las puertas de la Escuela Normal de
Magisterio de Granada. Era jueves y hacía ya bastante frío, aunque
el sol daba una tregua a mediodía. Por la calle no encontré nada
extraordinario y al llegar me topé con las puertas cerradas. Durante
unos segundos no fui capaz de explicarme por qué me impedían el
paso y era la única persona que había subido en ese momento por la
escalinata. La confusión me atribuló un poco, nadie había por
allí, cuando cualquier día de la semana y a cualquier hora te
podías encontrar gente subiendo y bajando, o sentada en los
escalones, ¿me habría equivocado y era día festivo? Mi despiste me
entretuvo durante unos momentos, hasta que intuí que algo gordo
debía haber ocurrido.
Franco
estuvo agonizando durante mucho tiempo. La flebitis del año anterior
dio de sí para mucho. Durante los meses transcurridos desde el
verano de 1974 hasta su muerte (año y pico después), la enfermedad
de Franco nos sumió en un tránsito que oscilaba entre la espera
activa y el desenlace que nunca llegaba. El discurrir de partes
médicos e informaciones sesgadas había hecho que el deseado
desenlace entrara, incluso cuando ya sí tuvo visos de llegar, en una
rutina como otras muchas, al menos para mí. Esperaba la muerte del
dictador, sí, pero la impaciencia porque llegara pronto se
transformó en la desidia de la impaciencia. Ya llegaría. Los
estudios de magisterio y otras urgencias personales atraían tanto mi
atención que, cuando aquella soñada muerte llegó, me sentí
sorprendido.
Aquella
noche recuerdo que me había acostado tarde, la preparación de un
examen de Pedagogía que tenía a la semana siguiente y un trabajo,
creo, sobre las pirámides de Egipto ocupaban mi atención. Me
ensimismé lo suficiente para que me sorprendiera aquella mañana tan
temprano en la escalinata de la Normal la muerte de Franco, después
de haberla esperado tanto. Había muerto, según los teletipos, a las
4:58 horas de esa madrugada del 20 de noviembre.
Al
volver a casa, miré las portadas de la prensa en un kiosco, todas
eran casi un calco: sobre una fotografía enorme del rostro del
dictador había escrito: “Franco ha muerto”.
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