domingo, 20 de agosto de 2017

LAS CABRAS

Uno no sabe bien porqué se vincula más a unos animales que a otros. Tuvimos tres perros durante veinte años y eran como de la familia. Pero hay un animal que siendo niño formó parte de mi universo infantil: la cabra. Alguna vez mi madre me ha recordado que fui criado con leche de cabra. Ahora una de mis predilecciones es el queso de cabra. Lo compro siempre que puedo y me gusta tanto fresco como en aceite.    
En aquellos años de mi niñez solía pasar los veranos en el cortijo donde vivían mis padres. Terminaba el curso escolar en Granada y al día siguiente ya estaba en el coche de línea con dirección a Prados Bajos. Es un cortijo que está junto al río Valdearazo, el río Tercero como se le llamaba por allí, en las estribaciones de la Sierra Sur en Jaén, en dirección al Parrizoso y el embalse de Quiebrajano. Allí me familiaricé con las piaras de cabras y los chotos. Y más de una vez tuve que subir a la cima de un monte para volver a las cabras que se habían metido en los olivares.
Las cabras son otros de los seres vivos habituales que me encuentro en mi recorrido vespertino por el sendero de Pinos Genil a Cenes. Casi siempre me topo con un rebaño de cabras. El mismo siempre. Me quedo extasiado un rato mirándolas. Aunque parco en palabras, cuando tengo oportunidad le pregunto al pastor, o cabrero, por ellas. Me cuenta que las saca cada día sobre las seis de la tarde y las tiene pastando hasta la nueve, cuando las encierra en una cabreriza que hay junto al sendero.
Hay cabras de pelaje variopinto. Suelen ser negras, de raza moruna, pero las hay moteadas en varios colores. A veces las veo pastar, otras veces pasan a mi lado sorteando mi cuerpo. Me fijo en ellas, en sus cabezas pequeñas y redondeadas, muchas son mochas, sin cuernos. Las ubres, que ya a esa hora están henchidas de leche, se les ven colgantes y prietas. Algunas están preñadas. Pronto parirán, me dice el pastor. Yo he visto parir a muchas cabras. Para los ojos de un niño, aquello era una experiencia única, así que cuando volvía a la ciudad al inicio del curso escolar sabía más de cabras que ninguno de mis amigos.
El otro día el pastor llevaba dos chotos recién nacidos. Era más tarde de lo habitual. Debió retrasar la vuelta a la cabreriza hasta que las dos cabras parieran. ¡Qué hubiera dado yo por volver a ver ese momento después de más de cuarenta años!
Las experiencias infantiles son un tesoro. Recuerdo en el cortijo cuando nacían los chotos. Durante unos días las madres eran apartadas del rebaño para que amamantan a los pequeños. Pasado ese tiempo volvían con las demás cabras. Eran los chotos, que empezaban a masticar los primeros brotes de hierba, los que se quedaban en las cabrerizas y esperaban hasta el amanecer del día siguiente a que regresaran las madres para amamantarse. Jugaba con ellos. En mi imaginario creía tener mi propia piara de cabras. Cuando ya alcanzaban cierta envergadura, ellos también se integraban en el rebaño.
Desde hace años las cabras representan una pujante industria de transformación artesanal en cuanto a la producción de carne y de leche y sus derivados. Suelen estar en régimen de estabulación. A mí me gusta verlas sueltas por el campo. Ya se ven pocos rebaños de cabras por los montes. Siempre representaron un recurso natural para la limpieza de los montes. Es una de las razones adversas de la que acordarnos cuando se produce un incendio forestal.
Cada tarde voy alerta, esperando encontrarme con las cabras. Es una de las cosas que más me satisface en estos paseos. Las observo un rato. Me gusta verlas ramonear y me hace gracia cómo se repliegan, con esa impronta asustadiza, ante las arremetidas de los dos perros pastores que manejan con maestría al rebaño.

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