Uno no sabe bien porqué se vincula más a unos animales
que a otros. Tuvimos tres perros durante veinte años y eran como de la familia.
Pero hay un animal que siendo niño formó parte de mi universo infantil: la
cabra. Alguna vez mi madre me ha recordado que fui criado con leche de cabra. Ahora
una de mis predilecciones es el queso de cabra. Lo compro siempre que puedo y
me gusta tanto fresco como en aceite.
En aquellos años de mi niñez solía pasar los veranos
en el cortijo donde vivían mis padres. Terminaba el curso escolar en Granada y
al día siguiente ya estaba en el coche de línea con dirección a Prados Bajos.
Es un cortijo que está junto al río Valdearazo, el río Tercero como se le
llamaba por allí, en las estribaciones de la Sierra Sur en Jaén, en dirección al
Parrizoso y el embalse de Quiebrajano. Allí me familiaricé con las piaras de
cabras y los chotos. Y más de una vez tuve que subir a la cima de un monte para
volver a las cabras que se habían metido en los olivares.
Las cabras son otros de los seres vivos habituales que me encuentro en mi
recorrido vespertino por el sendero de Pinos Genil a Cenes. Casi
siempre me topo con un rebaño de cabras. El mismo siempre. Me quedo extasiado un rato mirándolas.
Aunque parco en palabras, cuando tengo oportunidad le pregunto al pastor, o cabrero, por
ellas. Me cuenta que las saca cada día sobre las seis de la tarde y las tiene pastando
hasta la nueve, cuando las encierra en una cabreriza que hay junto al
sendero.
Hay cabras de pelaje variopinto. Suelen ser negras, de
raza moruna, pero las hay moteadas en varios colores. A veces las veo pastar,
otras veces pasan a mi lado sorteando mi cuerpo. Me fijo en ellas, en sus cabezas pequeñas y redondeadas, muchas son mochas, sin cuernos. Las ubres, que ya
a esa hora están henchidas de leche, se les ven colgantes y prietas. Algunas están preñadas. Pronto parirán, me
dice el pastor. Yo he visto parir a muchas cabras. Para los ojos de un niño, aquello era una experiencia única, así que cuando volvía a la ciudad al inicio
del curso escolar sabía más de cabras que ninguno de mis amigos.
El otro día el pastor llevaba dos chotos recién
nacidos. Era más tarde de lo habitual. Debió retrasar la vuelta a la cabreriza
hasta que las dos cabras parieran. ¡Qué hubiera dado yo por volver a ver ese
momento después de más de cuarenta años!
Las experiencias infantiles son un tesoro. Recuerdo en
el cortijo cuando nacían los chotos. Durante unos días las madres eran apartadas del rebaño para que amamantan a
los pequeños. Pasado ese tiempo volvían con las demás cabras. Eran los chotos,
que empezaban a masticar los primeros brotes de hierba, los que se quedaban en las cabrerizas y
esperaban hasta el amanecer del día siguiente a que regresaran las madres para
amamantarse. Jugaba con ellos. En mi imaginario creía tener mi propia
piara de cabras. Cuando ya alcanzaban cierta envergadura, ellos también se
integraban en el rebaño.
Desde hace años las cabras representan una pujante
industria de transformación artesanal en cuanto a la producción de carne y de leche y sus derivados. Suelen estar en régimen de estabulación. A mí me gusta verlas sueltas por el campo. Ya se ven pocos rebaños de
cabras por los montes. Siempre representaron un recurso natural para la
limpieza de los montes. Es una de las razones adversas de la que acordarnos cuando se produce un
incendio forestal.
Cada tarde voy alerta, esperando encontrarme con las
cabras. Es una de las cosas que más me satisface en estos paseos. Las observo
un rato. Me gusta verlas ramonear y me hace gracia cómo se repliegan, con
esa impronta asustadiza, ante las arremetidas de los dos perros pastores que
manejan con maestría al rebaño.
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