El horror de la Primera Guerra Mundial inspiró a Vicente Blasco Ibáñez la novela Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Publicada en 1916 y ambientada en 1914, relata las vicisitudes de dos familias: los Desnoyers y los Hartrott; provenientes de un tronco común, tomarán partido por cada bando contendiente: francés y alemán. El avance del horror y la desolación que desgarraba aquella Europa estará representado en los cuatro jinetes: guerra, hambre, peste y muerte.
El capítulo sexto del Apocalipsis, último libro del Nuevo Testamento, narra, en la primera parte, la apertura a cargo de Jesús del pergamino sellado con siete sellos. De los cuatro primeros saldrán cuatro jinetes montados en sendos caballos. Cuando Alberto Durero fue encargado de ilustrar con grabados el libro del Apocalipsis, en plena disputa religiosa en Alemania y la reforma de Lutero en ciernes, dibujaría a los jinetes de un modo alegórico: uno con un arco sobre caballo blanco, simbolizando la conquista; otro con una gran espada sobre caballo rojo, la guerra; el tercero con una balanza en la mano montando un caballo negro, el hambre; y el cuarto, un caballo esquelético sumido en la palidez, imagen de la muerte. Conquista, hambre, muerte y guerra, y esta como catalizador del cataclismo.
La guerra siempre se ha blanqueado con la épica, atribuyéndole causas nobles y atributos de lealtad; mientras el horror y la crueldad quedaban para las historias individuales. El cine americano, salvo excepciones, así la ha representado: los ‘buenos’ triunfando sobre los ‘malos’, como aquellos cómics, Hazañas Bélicas, que instruían en ‘el noble arte de la guerra’ a los niños de la España autárquica y tardofranquista, con adversarios identificables: los enemigos de la humanidad que, obviamente, nunca éramos ‘nosotros’. Los promotores de las guerras siempre tratan de convencernos de que lo hacen por una ‘causa justa’, en una máxima intemporal: antes, ahora y después: “Si quieres conseguir la paz, nada mejor que hacer la guerra”.
La guerra es una ambición que nunca sacia a los llamados ángeles de la muerte. Ocultos bajo aparentes ‘bondades’, azuzan hasta ver fluir la sangre de sus víctimas. Hay ángeles de la muerte que actúan a título particular, entonces se les denomina asesinos en serie, como aquel tímido y discreto enfermero, Charles Cullen, homicida de los pacientes de la unidad de quemados de un hospital de Nueva Jersey, que narrara Charles Graeber en El ángel de la muerte. Otros, sin embargo, actúan a cara descubierta, desde la honorabilidad del poder que ostentan y de un relato acomodado a sus delirios, apoyado por una cohorte de secuaces y de miles o millones de ciudadanos adiestrados.
Estos son auténticos ángeles exterminadores, como el Abadón bíblico, dueño del abismo, quien no dudaba en desencadenar fuerzas oscuras y destructoras para acabar con la vida de los destinatarios de su ira. Es el triunfo del mal que nos relata Ernesto Sábato en Abaddón el exterminador, en el escenario apocalíptico que recreaba los sucesos trágicos de la Argentina de los setenta o de las grandes guerras del siglo XX.
EE UU y las democracias occidentales parecen luchar hoy contra su decadencia. No exentas de responsabilidad en la locura violenta desatada en el siglo XXI, son protagonistas de la convulsión vivida en las dos décadas transcurridas, parangonadas con las que conocimos al inicio del siglo anterior. Guerras en zonas crispadas de Asia, torpes estrategias alentadoras del terrorismo, fallidas primaveras árabes, inoperantes en la resolución de conflictos…, hoy se muestran ‘incapaces’, sobre todo EE UU, de impedir que Netanyahu siga perpetrando el exterminio de la población civil de Gaza. El argumento del derecho a defenderse ha quedado superado por la crueldad esgrimida. Su ridículo disfraz de comandante en jefe de la venganza, con que aparece en las portadas de la prensa, y su aire de anciano socarrón, trasladan la imagen patética del ensañamiento. La misma que delata al Putin de mirada esquiva, dispuesto a alargar ‘su guerra’ en el tablero de una macabra partida de ajedrez interminable.
Netanyahu y Putin, los Mirko Czentovic que retratara Stefan Zweig en su novela póstuma, Partida de ajedrez. Dotados ambos de la soberbia que infunda el poder, se vanaglorian de sus ‘victorias’ sobre contrincantes débiles y desarmados. En la tenebrosa partida no cae un alfil o una torre, cae la vida. Mientras, el mundo clama porque aparezca un enigmático ‘doctor B’ capaz de frenar la prepotencia de estos ángeles de la muerte, dominados por la locura del desprecio a la vida. Por eso pedimos a la justicia de los hombres que tome la iniciativa, aunque solo sirva para condenar sus tropelías.
En marzo de 2023 la Corte Penal Internacional emitió una orden de arresto contra Vladímir Putin, acusado de crímenes de guerra por el traslado y deportación de niños ucranianos a Rusia. Ahora Sudáfrica ha solicitado al Tribunal Internacional de Justicia de Naciones Unidas que abra un procedimiento contra Israel por haber violado la Convención para la Prevención y Sanción del Delito de Genocidio de 1948, y como medida cautelar que se suspendan las operaciones militares en Gaza.
La impunidad del poder autocrático ejercido en su territorio los libra, por el momento, de comparecer ante la justicia. Nos acordaremos de ellos cuando la historia los juzgue, como nos acordamos de otros que sembraron de cadáveres el siglo XX. Demasiados jinetes cabalgando a lomos del caballo de la muerte.
¡Tanto como hemos sufrido y consentido, y que todavía sigan levitando ángeles de la muerte en un mundo que creíamos civilizado!
*Artículo publicado en Ideal, 28/01/2024
**Los cuatro jinetes del Apocalipsis, Viktor Vasnetsov, 1887