A veces se tiene la sensación de que la educación ha perdido el valor supremo que la convirtió durante mucho tiempo en el mejor tesoro para transformar la sociedad y cambiar la vida de las personas. Nunca como hasta ahora la influencia social de los valores emanados de la escuela ha estado tan mermada.
A las nuevas generaciones les estamos dejando una sociedad devastada por la estulticia y sumida en la superficialidad y la insatisfacción, cuando no dominada por el hábito de la discordia y la bajeza moral. Los valores cívicos y éticos, capaces de poner en marcha proyectos que llamen a un futuro esperanzador, viven tiempos de agotamiento. ¿Quién educa a nuestros niños y jóvenes en las sociedades posmodernas?
A los jóvenes les prometemos futuros que la mayor parte de las veces son futuribles: la llegada de una nueva era o ese mañana donde alcanzaremos la felicidad. José Antonio Marina, en El deseo interminable. Las claves emocionales de la historia, nos dice que “la búsqueda humana de la felicidad se convierte en un deseo interminable: porque ninguna satisfacción agota el deseo y porque la esperanza de la Felicidad es muy resiliente”. Este autor cree que es una palabra que se ha puesto de moda, “un concepto tan equívoco que podemos considerarlo un fake concept, o un significante vacío a la espera de significado”.
Y qué decir del hiperindividualismo que fomentan las sociedades ultramodernas al que se refiere Gilles Lipovetsky en Los tiempos hipermodernos. Eso de tener y acaparar muchos bienes y objetos como camino hacia la felicidad. La felicidad ‘enlatada’, como si se pudiera comprar y vender, y no respondiera a un íntimo estado emocional. La búsqueda de la ‘prosperidad’ genera insatisfacción y frustración, nunca se alcanza el grado de complacencia capaz de sentir la felicidad. Decía Zygmunt Bauman, en Los retos de la educación en la modernidad líquida, que en nuestro mundo todas las ideas de felicidad acaban en una tienda, envasada, igual que una lata de tomate, de atún o de fabada.
Vender felicidad y acomodar la vida al ‘patrón de ser feliz’, a veces a toda costa, es parte del proyecto inoculado de la nueva normalidad. Una de las muchas industrias diseñadas al efecto por esa visión neoliberal de las sociedades modernas consistente en vender cualquier cosa, lo que sea, incluso ‘humo’ para ser felices.
No es de extrañar que para los jóvenes el mundo esté lleno de sueños frustrados, y no los eduquemos para comprender que todo lo que anhelan es probable que ya lo tengan y tan solo les quede reconocerlo, valorarlo y cuidarlo. Que no llegará ninguna nueva era, porque todo lo que ahora les vale e ilusiona es ya la nueva era. Quisiéramos, no obstante, que aquellos sueños que la vida aún no ha corrompido propusieran, como escribía Luis Cernuda, un “futuro que espera como página blanca”.
Cuando pienso en educación, recuerdo siempre dos aforismos de las Luciérnagas de Carmen Canet: “La vida es un recorrido en que florecen los sentimientos y debemos de procurar no pisarlos” y “A veces la vida se descose, y hay que darle unas puntadas con hilos de colores fuertes y vainicas dobles”. Si la esperanza en la educación vive un tiempo de crisis, el retorno a ella se hace imprescindible, por que la educación representa la esperanza, ¿pero a costa de qué?
En este inicio del siglo XXI la sociedad se caracteriza por ser cortoplacista, trivial, fatua y estar sumida en el entretenimiento, muchas veces burdo, como horizonte vital. Lejos queda el respeto, la tolerancia y la solidaridad. No es que hayan desaparecido estos valores, solo que han perdido notoriedad frente a los atributos anteriores. En una sociedad así, la escuela tiene muy difícil su labor educativa. Sí, pensamos que la educación es la esperanza, pero en un mundo en continuo naufragio no sabría decir si tiene la dosis de credibilidad suficiente para frenar el hundimiento.
Quizás el mundo no se hunda, tan solo se transforme, y los que venimos de otro tiempo nos cueste creer en esta transformación. Hemos vivido demasiadas veces con la ilusión de que la educación fuera realmente la esperanza, tantas como se ha hecho añicos. No obstante, no creer en la educación no es la solución, en quien acaso no habría que creer es en los entes sociales y humanos que destruyen continuamente la obra de la educación. En los ochenta y noventa del pasado siglo la educación se concebía como la fortaleza donde sentar las bases para cumplir una misión liberadora y emancipadora de la sociedad. Creíamos en la persona, en el mundo que íbamos a construir: la aldea global regida por valores que nos harían más libres. Pasadas varias décadas, entristece ver que ni el ser humano, ni el mundo en que vivimos, son más libres y solidarios.
El descreimiento anula los sueños del futuro. El reto de la educación ahora es luchar contra molinos gigantescos, asentados en una nueva dimensión de la vida: la que persuade fácilmente a los jóvenes con el ‘parque de atracciones’ del universo sin límites de las redes sociales o la venidera inteligencia artificial, un mundo con el que la escuela tiene serias dificultades para competir. ¿Es este nuevo universo quien educa hoy a nuestros niños y jóvenes?
La educación, lamento decirlo, ha dejado de ser la plataforma liberadora y emancipadora, en este instante se ha convertido en bálsamo de Fierabrás: útil para todo pero de escaso remedio para nada.
*Artículo publicado en Ideal, 22/06/2024
**Colección postales El Quijote, nº 6, bálsamo de Fierabrás. Años 30
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