lunes, 13 de enero de 2020

LA CONVIVENCIA EN ESPAÑA, SIEMPRE ATRAVESADA POR FISURAS*


España es un país con una convivencia quebradiza. De vez en cuando se cuela la hiel por fisuras supurantes. Siempre pensé, con la Historia como aliada, que la convivencia entre los españoles no era una cosa fácil, pero no hasta el punto de que el odio emergiera en el debate político, como ha ocurrido varias veces durante la democracia.
Las campañas electorales sacan de nosotros los más bajos instintos. Y cuando no hay campañas electorales, también. La democracia quiso hacernos diferentes a lo que éramos antes de ella: vivir en libertad, ser democráticos, respetar al que no piensa como nosotros. Yo fui un joven que creyó en la democracia y al que ahora, no tan joven, le asaltan las dudas.
Una nueva generación de políticos está gobernando la política en España, pero parece peor que la anterior, o tal vez es igual y aprendió de la anterior. Sacar la inquina que caracterizó el devenir político de España en el siglo XIX (la que Galdós retratara en sus novelas, plagadas de avatares políticos) y el primer tercio del siglo XX, que tuvo como colofón la ira desatada en la guerra civil y la dictadura, nunca ha sido parte de nuestro progreso, ni civilizador ni humano. ¿De qué han servido cuarenta años de democracia?
Pensábamos que el franquismo, la mayor quiebra sufrida en la convivencia nacional de este país en su historia, se había liquidado con la Constitución del 78. Mas como si la Historia se repitiera, que no lo creo, en nuestros días supura todavía demasiada hiel y no menos perversos gestos de intolerancia. Con la democracia quisimos construir una convivencia mejor, o eso nos creíamos unos cuantos ilusos. Por eso, los que creímos en aquello, ahora no toleramos que unos pocos, o unos muchos, pretendan acabar con nuestras ilusiones.
Al pasado lo revive la nostalgia, ese sentimiento del ser humano que añora siempre alguna pieza pretérita para reconstruir el equilibrio emocional del presente. No obstante, a algunos se les soliviantan determinadas añoranzas que no debieran ser patrimonio de la nostalgia, no hasta el punto de que tras cuarenta años de la muerte del dictador el franquismo siga vivo y sus rictus intempestivos reproduciéndose tan airadamente.
La sesión de investidura de Pedro Sánchez ha constituido un bochornoso espectáculo protagonizado por las derechas. Como lo fueran otros momentos parlamentarios de este país, pero en éste cuajando un peligro que solivianta los nuevos tiempos: el ultraderechismo. Me asalta la sensación de que algo terrible pudiera pasar. La intervención de la portavoz de Bildu desató un volcán de ofensas en modo aspersión, que se mezclaron con el uso obsceno del terrorismo, que afortunadamente terminó hace años, y que para la derecha es su razón recurrente, como si con él viviera mejor.
No estoy tan seguro de que la execrable manera de hacer oposición de la derecha sea consecuencia de creerse que el poder le pertenece. Pienso más bien que su forma gamberra y violenta de conducirse responde a que no les gusta el debate parlamentario como instrumento de exposición de argumentos e ideas, y que en su ADN radica la imposición como método de conquista de lo apetecido: el poder. Este modo de proceder no es más que una manera de traicionar a la Constitución, a la que tanto dicen defender, y de camino a la Monarquía.
Actitudes y palabras lo dicen todo sobre nosotros. Y cuanto se instiga, fustiga y hostiga en el Congreso termina expandiéndose por la calle. Y cuanto se ‘argumenta’ en el Congreso rola en los corrillos, las plazas, los bares y las redes sociales. Y lo vociferado en el Congreso deseduca social y políticamente a la ciudadanía hasta confundirla. Y al final triunfa el efecto pretendido con tales ‘argumentaciones’, quedando solo en el imaginario de la ciudadanía los insultos: traidor, mentiroso, desleal, estafador, terrorista, prevaricador…
La composición política del Congreso es la que hay: la representación de todas las sensibilidades políticas y territoriales de España. Así se construyó en el 78 la Constitución. Convertir el Congreso en campo de batalla contra esas mismas sensibilidades no es ser constitucionalista. Los que se denominan así deberían saberlo. La convivencia emanada de la Constitución se construye, no se destruye.
Queríamos que ETA dejara de matar y que se disolviera, y lo hizo. Quisimos que la izquierda abertzale entrara en el redil de la senda constitucional: participar en elecciones, acatar la Constitución aunque fuera con el imperativo que fuera; en definitiva, que estuviera sometida a la disciplina parlamentaria. Y cuando todo esto se ha conseguido parece que no tenemos suficiente. ¿Preferiríamos tener a ETA activa con sus ‘argumentos’ asesinos para así alimentar el debate político y golpear la cabeza del adversario cuando nos fuese pertinente?
El independentismo catalán ha removido la convivencia de este país. Ha tenido la ‘virtud’ de provocar una ruptura política mayor que la que había protagonizado ETA con sus muertos. Aquello nos unió. Nos ha hecho caer en la trampa. Las derechas han caído en la trampa. La trampa del enfrentamiento. Que Esquerra Republicana haya votado abstención en la investidura de Pedro Sánchez ha sido un éxito para la política española, obviamente no para la política que apuesta por el frentismo y la represión. Hacer entrar a ERC en el redil del constitucionalismo, aunque sea a regañadientes, nos desvela que la independencia de Cataluña y la república catalana ya son un imposible y que lo han entendido.
Dejemos que en la convivencia de este país quepan todas las sensibilidades políticas y territoriales de España.
* Publicado en el periódico Ideal, 12/01/2020
* La imagen que ilustra esta entrada es obra de Juan Vida: Manifestación, 1976

miércoles, 18 de diciembre de 2019

GRETA Y LOS AGUAFIESTAS*


La Cumbre del Clima celebrada en Madrid, la COP25, que podría haber sido la fiesta de la sensibilización por combatir el cambio climático tras las últimas noticias de la ciencia que presagian lo peor, ha concluido con un acuerdo raquítico. Esta reunión internacional, como tantas otras grandes cumbres, asambleas o conferencias internacionales que suelen terminar en paupérrimos acuerdos de paz, de protección del medio ambiente, de limitación de armas nucleares o de respeto a los derechos humanos, ha tenido su punto de decepción. Es difícil esperar otra cosa cuando tenemos un organismo internacional, la ONU, con una pata coja.
La salud ambiental, física y mental del planeta no solo no ha mejorado en décadas, sino que está muy quebrantada. Los grandes proyectos plurinacionales siempre han estado agredidos por agentes internos y externos que no cejaban de entorpecer su funcionamiento. La ONU se ha convertido en un proyecto de grandes discursos, pero también de grandes decepciones. Ninguneada y vetadas sus propuestas por alguna de los cinco grandes potencias con derecho a veto, subsiste con un poder más moral que efectivo.
El momento de mayor entusiasmo de la COP25, en sus dos semanas de duración, se produjo con la aparición de Greta Thunberg. Su llegada activó el sentir más ‘popular’ de la cumbre, no por la autoridad científica de su discurso en torno al cambio climático, más propio de los científicos que han echado miles de horas a estudiar sus fenómenos y consecuencias, sino por el mito en que la han convertido. No me parece mal que la adolescente sueca haya alcanzado tanta notoriedad, con ella se ha estimulado la conciencia de miles de jóvenes y propiciado infinidad de protestas en el mundo. Lo que me parece peor es que con ella haya aflorado la miseria y ruindad humanas encerradas en un sinfín de insultos proferidos en las redes sociales. Se le ha llamado histérica, majareta, puta o marioneta.
Algunos han creído que era mejor destruir a esta joven que luchar contra los gobernantes que se empeñan en mirar hacia otro lado en esto del clima, obcecados en preservar su ignorancia cuando no los intereses de las grandes corporaciones que utilizan ingentes cantidades de recursos naturales para esas actividades económicas que inundan la atmósfera de kilotones de residuos gaseosos. No solo vamos camino de destruirlo todo, sino que estamos dispuestos a destruir a las personas, aunque se trate de niños y, si puede ser, con toda la saña de que somos capaces.
A esta pobre chica se le ocurrió abogar, o la indujeron a que se le ocurriera, por la causa de la destrucción del planeta y el cambio climático, del mismo modo que nos hemos pronunciado miles, cientos de miles, millones de personas. Pero sobre Greta Thunberg se pusieron las cámaras y los flashes, y la niña empezó a tener una repercusión mundial. Ahí empezó su problema personal y, también, el de muchos desaprensivos. Lo que dice Greta no es una novedad, es lo que se ha dicho y se dice por parte de otros miles de niños. La novedad es que sobre ella recayó la popularidad o el 'popularismo' secundado por los medios de comunicación.
Greta Thunberg no es el problema, a mí no me molesta, al contrario, el problema somos los demás: la jauría humana. Su protagonismo no debe ser motivo, ni arroga a nadie el derecho a ensañarse con ella. Quizás dentro de unos años nos olvidemos de esta chica, pero ahora dice lo que tiene que decir, que el planeta Tierra tiene un problema de salud grave.
Algunos han estado más interesados en desmontar el fenómeno Greta Thunberg que de hablar sobre el problema que se cierne sobre la Tierra: el cambio climático. Los científicos hablan de deshielo, de subida de la temperatura global del planeta, de la capa de ozono, del efecto invernadero, de las emisiones de dióxido de  carbono…, de todo lo que está envenenando y transformado la atmósfera, con más celeridad que en ningún otro momento de la historia de la Tierra.
Es de esto de lo que hablan los científicos, aunque haya una poderosa minoría que no le pone oído, y aunque haya también otra mayoría que le hace caso a esta minoría. Y por ello, el documento final de la Cumbre del Clima ha contado con escasos acuerdos y pocas adhesiones. Menos de la mitad de los países participantes (sobre 200), liderados por la Unión Europea, se han comprometido a realizar mayores esfuerzos contra el cambio climático y a presentar planes más exigentes en 2020. Fuera de este compromiso se han quedado EEUU, China, India y Rusia, los mismos que provocan el 55% de las emisiones mundiales de efecto invernadero. Los dominadores del mundo que solo miran sus intereses. A estos aguafiestas el planeta les trae sin cuidado, la vida para ellos solo se cifra en rendimientos económicos, no les preocupan los efectos nocivos de sus actos. Y tras ellos, los adláteres que no dudan en destruir su parte del planeta. Pobre Amazonía. Estos gobernantes han mostrado su lado más insensible con la vida del planeta y sus posibles consecuencias hacia la raza humana.
Algunos dirigentes proclaman que el planeta no se va a destruir, ni creen a los científicos ni se creen lo del cambio climático. Cuando escucho tanta irresponsabilidad recuerdo las palabras de mi madre que, sin conocimiento científico alguno, me hablaba de aquellos temporales y de los nevazos que caían cuando ella era una niña o una jovenzuela.
* Publicado en el periódico Ideal, 17/12/2019

sábado, 16 de noviembre de 2019

IDENTIDAD Y NACIONALISMO*


El nacionalismo basa gran parte de su pensamiento en el concepto de identidad colectiva. Las identidades son siempre complejas y están definidas por criterios de pertenencia que varían en el tiempo y en el espacio, y se conectan a la cultura dominante. Desde finales del siglo XIX los nacionalismos se conformaron sobre posturas sostenidas en la exclusión y la intolerancia, cuando no en planteamientos fascistas y supremacistas.
Los nacionalismos han estado en la base de las mayores tragedias del siglo XX: las dos guerras mundiales y muchos de los conflictos locales que inundaron la faz de la tierra. Tras la Segunda Guerra Mundial se pusieron las bases para superar el nacionalismo más aberrante nacido desde el totalitarismo (fascismo, nazismo, comunismo), pero nunca fueron suficientes para consolidar el sentido universal e internacionalista de los valores y los derechos humanos. En las décadas siguientes los brotes nacionalistas no dejaron de aparecer (Balcanes, sudeste asiático, Oriente Medio…), generando tensiones y conflictos armados. Fue la época de los nacionalismos separatistas, tolerados por el naciente capitalismo sin fronteras que se adueñó de la economía mundial: era más fácil dominar pequeños y débiles Estados. Lo que Eric J. Hobsbawm denominó como ‘balcanización universal’.
La caída del muro de Berlín, aparte de la caída de un símbolo de represión, división e intransigencia, supuso la eliminación de una barrera fronteriza tan cruel como ignominiosa. Ahora se cumplen 30 años de su derrumbe, y lo que parecía como la inauguración de una época de esperanza, de mayor espíritu universalista, abrió otro tiempo de brote nacionalista. En Los Balcanes el nacionalismo deshizo el territorio y lo regó de sangre.
En estos días he estado releyendo el librito de Amin Maalouf Identidades asesinas. Desde que se publicara, el mundo ha cambiado mucho, pero sus reflexiones para comprender el alcance de las identidades siguen siendo oportunas. Nacionalismo e identidad están muy en consonancia. Aquél no se entiende sin reivindicar unos supuestos hechos diferenciales relativos a la raza, religión, lengua o condición social.
En España el nacionalismo catalán se mantuvo larvado en los cuarenta años de democracia, pero en alerta. Creó una estructura y una base social preparadas para cuando fuese necesario. Y llegó ese momento, cuando las autoridades catalanas se enfrentaron a las quiebras de su propio sistema, ahondadas por la corrupción (3% de CiU, el desfalco del Liceu o los 'affaires' de los Pujol), y amparándose en las torpezas del gobierno de Rajoy (asunto del Estatuto y no atención a la financiación autonómica) solo tuvieron que despertarlo para generar un nacionalismo activo, que hoy conocemos como el ‘procés’.
Las identidades, patrimonio de todos los seres humanos, no tienen por qué ser un problema, lo son cuando se asocian a sentimientos nacionalistas desaforados, discriminatorios y excluyentes hacia el otro. Para Hobsbawm la ‘pertenencia’ a algún grupo humano es siempre una cuestión de contexto y definición social, por lo general negativa, sobre todo cuando se especifica la condición de miembro de un grupo por exclusión.
Mis dos estancias en Nueva York en el último año me han dado para reflexionar sobre las identidades y los sentimientos nacionalistas. EEUU es un Estado federal con fuerte sentimiento patriótico, a veces enfermizo, al que se obliga a adherirse a la amalgama de procedencias nacionales, étnicas, religiosas y sociales de sus habitantes. Este componente de globalidad, no exento de tensiones raciales internas, es destacable. Sin embargo, la irrupción nacionalista de un presidente como Trump ha venido a desestabilizar la convivencia que se venía impulsando desde décadas anteriores. Su planteamiento ultranacionalista ha deteriorado la convivencia en EEUU, cargando críticas sobre los inmigrantes. Una consecuencia inmediata de ello: la matanza racista de hispanos en El Paso del pasado mes de agosto.
La identidad nacional es un constructo que ha navegado a lo largo de Historia con desigual suerte por Europa, en un proceso histórico de ajustes de identidades nacionales que muy pocas veces evitó los conflictos bélicos. La ola nacionalista que invade el mundo, que en España se concreta en Cataluña, es probablemente una de las mayores amenazas para la paz mundial. Se empieza por reivindicaciones nacionales y se termina en serios enfrentamientos.
Hoy día el nacionalismo se vale de los principios de la democracia para respaldar sus postulados ‘identitarios’, concebidos sobre actitudes excluyentes, discriminatorias e intransigentes. Menuda paradoja. El nacionalismo español de la derecha, que tiene en VOX su mayor adalid, juega a lo mismo: no reconoce las identidades de los demás ni aspira a hacerlo. El franquismo quiso dar una identidad al pueblo español sobre una base encenagada de represión, exilio y muerte. Obviamente aquello era imposible que prosperara. La identidad solo se construye con una amplia participación, aunando voluntades, en caso contrario, si es una identidad impuesta, termina provocando el rechazo de los demás. El franquismo quiso forzar una identidad; los partidarios del ‘procés’, la suya. Las identidades que se imponen nunca son parte de un proceso democrático ni revolucionario, más bien sojuzgan a los iguales. La revolución es algo más serio, basada en alentar un espíritu de liberación.
Dice Maalouf: “La identidad no se nos da de una vez por todas, sino que se va construyendo y transformando a lo largo de toda nuestra existencia”. Como le pasa a la construcción del ‘yo’. ¿Quién es dueño de la identidad de los demás?, ¿quién se cree con el derecho a subvertirla?, ¿quién determina los valores absolutos de la identidad? Todo es tan relativo.
En este contexto histórico, que está marcando la evolución del mundo, se echa de menos la participación en el debate de historiadores e intelectuales. Hemos dejado algo tan importante en manos solo de la política.
* Publicado en Ideal, 15/11/2019

martes, 3 de septiembre de 2019

LA IZQUIERDA IMAGINARIA*


Como al burgués Argan (El enfermo imaginario, Moliére), la izquierda española cree estar siempre en estado catatónico frente a la realidad. El problema: no ponerse de acuerdo con la cura necesaria. Padece ese complejo hipocondriaco que la hace cuestionar cualquier tratamiento, cuando no, hace uso de una medicina naturista con escasa eficacia, que solo le proporciona una ilusión infantiloide.
El hipocondriaco Argan invertía gran cantidad de dinero y energía en curar enfermedades que solo él creía tener. La izquierda, en su caso, se agota en discusiones interminables, que la arrastran al delirio de las purgas y sangrías, y no deja de echar cuentas de lo que le costarán las estrategias. Otros, mientras, se aprovechan de ello.
Me asalta la duda de que PSOE y UP sean capaces de ponerse de acuerdo para formar gobierno. A una parte importante de la sociedad española, también, aumentando su desasosiego y socavándole la confianza.
Desconcierta ver cómo Podemos actúa rayando la ridiculez. En La Rioja, una sola parlamentaria de Podemos pedía tres consejerías. Si la irrupción de Podemos en la política no tenía la pretensión de repetir los pecados de la casta, ha tardado muy poco en cometerlos: tres consejerías para ocupar cargos y más cargos. No me vale el argumento de que es para hacer una política de izquierdas. Para hacer una política progresista y de izquierdas hay varias maneras más de hacerla, aparte de ganar las elecciones o, al menos, quedarse muy cerca. Obstaculizar un gobierno de izquierdas es un dislate, lo importante son las políticas, no los cargos.
La izquierda siempre tiene un argumento para discutir y un matiz donde encallar. Es como si buscara la pureza que no existe. A veces no estoy tan seguro de que los que se postulan como progresistas y de izquierdas sean realmente de izquierdas.
Vivimos un tiempo en el que las corrientes ideológicas de la derecha y la ultraderecha se están adueñando del poder político (del económico, ya lo estaban). Escasean los gobiernos progresistas en Europa: Portugal y Suecia, y con el agua al cuello. Alemania y Francia mantienen cierta sensatez, porque entre Italia, Gran Bretaña (no faltaba más que el estrafalario Boris Johnson) y algunos más, todos antieuropeos, están poniendo el futuro de Europa cada día más en el aire. En Grecia, Syriza fue barrida hace unas semanas en las urnas: defraudó a los que le votaron en su día por su sumisión a los ajustes de la Troika. Si sales de Europa, la nómina de nuevos gobernantes tan extravagantes como peligrosos no hace más que aumentar. Todos apostando por economías proteccionistas, de enfrentamiento e insolidarias, negando el cambio climático y obviando todo lo que puede destruir el planeta. Y donde ellos no gobiernan, lo hacen dictaduras, algunas provenientes de supuestos postulados de la izquierda: Venezuela o Nicaragua. ¡Aquel mundo que caminaba a un espacio más habitable, al carajo!
Hace un siglo este revoltijo político revoloteaba por el mundo tras la primera gran guerra en forma de fascismo y nazismo. No soy de los que creen que la historia se repite, pero ya sabemos cómo terminó aquello.
Cada momento histórico requiere unas exigencias y un modo de proceder distinto para bien del proyecto final. Cualquier postura de imposición revolucionaria debe ser precavida, no es cuestión de asaltar el cielo sin más. Hay muchos cielos. Y el cielo a veces es de cristal y, si lo atacas violentamente, es fácil que se resquebraje y te inunde el rostro de puntas y filos cortantes hasta traspasarlo.
En España vivimos un momento con muchos frentes abiertos: fantasma de la recesión, desenlace del juicio del procés, cuestionamiento de derechos y libertades conquistados, y las izquierdas entretanto instaladas en la inopia. Mientras las derechas, a pesar de su desunión, jugando un papel relevante en la conquista de poderes autonómicos y municipales. Y con tal euforia, rearmándose ideológica y estratégicamente. Su sentido práctico de la realidad es infinito. Ante cualquier titubeo, tienen claro cuál es su objetivo. Desde el PP insisten en crear una gran coalición al estilo de Navarra Suma para las próximas elecciones, no quieren desperdiciar ni un voto. Las izquierdas, en vez de hablar de lo que les une: derechos laborales, justicia social, educación, futuro sostenible, se dedican a inventarse enfermedades que creen se curarán ocupando cargos públicos.
Todavía existe la oportunidad de formar un gobierno que pueda ser escuchado en una Europa que galopa hacia el ultraliberalismo (cuidado con la ultraderecha en Francia y Alemania), cuando no al disparate (el Brexit está a la vuelta de la esquina). Una Europa que necesita a España ante esa deriva antieuropeísta.
Cabría decirles a las izquierdas: “Es el gobierno, estúpidos, a ver si os enteráis”. Y, especialmente, a las señoras y señores que lideran actualmente Podemos, que no han tenido bastante con destrozar el espíritu del 15M, e incluso el propio partido, sino que están poniendo en un brete la formación de un gobierno de progreso en España.
En política funciona la amnesia del pasado. Este parece no interesar cuando ha sido adverso. La corrupción, la mala gestión, los errores cometidos, todo son cosa del pasado que no interesa recordar. La desunión de las izquierdas en la II República y la guerra civil tampoco parece recordarse. En aquel tiempo (socialistas, comunistas, anarquistas) cada uno queriendo resolver el conflicto por su cuenta, ¡y vaya que si lo resolvieron! Los ataques entre ellos fueron feroces. Y en la lucha contra el franquismo siguieron desunidos. ¿Dónde quedó la inteligencia?
Ensanchar la mente, no pegarse un tiro en el pie, menos hipocondría. El Gobierno de España es la prioridad.
* Artículo publicado en Ideal, 2/9/2019

martes, 16 de julio de 2019

EL TIEMPO POLÍTICO QUE NO QUERÍAMOS HA VUELTO*


Más de dos meses desde la celebración de las elecciones generales y aún no tenemos un nuevo gobierno. Si tuviéramos la experiencia de Italia, con su enorme fragmentación parlamentaria, tal vez podríamos estar tranquilos (sin mencionar el actual excurso de tinte ‘fascitoide’). Durante décadas la política italiana fue por un lado y el país y su economía por otro. Eso no le impidió ser una de las principales economías del mundo. Roto el bipartidismo en España, la fragmentación política es una realidad, pero a diferencia de Italia nuestra idiosincrasia y trayectoria histórica como país es distinta.
Vivimos en el país de las dos Españas machadianas, donde casi todos los conflictos los resolvemos parapetados en un enconamiento visceral, cuando no con conatos de choque violento y excluyente. Al otro, al que piensa distinto de nosotros, si hay que eliminarlo, no tenemos empacho en mandarlo al exilio sin más contemplaciones. La crispación es, o lo es para algunos, consustancial a nuestra forma de hacer política. La derecha, cuando no está en el poder, alienta la crispación sin cortapisas. Ejemplos hemos tenido. La democracia parece habernos enseñado poco en materia de convivencia política. Este es un país de herencias históricas.
El debate abierto en torno a la formación del nuevo gobierno, con el aderezo de los gobiernos autonómicos, ha desvelado que habiendo cambiado de actores las formas de hacer y de decir siguen siendo las mismas. La política española está enquistada en las posicionamientos que heredamos del franquismo: frentismo e intransigencia, izquierda y derecha, y el fusil siempre al hombro.
En Alemania la debacle del nazismo y la derrota en la Segunda Guerra Mundial les enseñó que si querían borrar aquella amarga experiencia y prosperar como país habían de proveerse de una nueva convivencia y de sentido de Estado. Durante décadas dieron ejemplo: si un partido no ganaba las elecciones, tampoco obstaculizaba la formación de gobierno al ganador, y en momentos puntuales hasta se coaligaron democristianos y socialdemócratas para formar gobierno. El país no se podía paralizar. En España esto es impensable. En la actual situación de fragmentación parlamentaria parece que ni nos sirve la fórmula italiana ni la alemana. El tema no está en que vuelva el bipartidismo, sino en saber hacer política.
Nosotros tuvimos nuestro fascismo, antes una guerra civil, y algo antes una república. ¿Sacamos alguna enseñanza de ello en la democracia? Los partidos políticos en España no saben construir la convivencia, ni saben estar a la altura del país. Demasiadas herencias y excesivo sentido fratricida que enturbia la convivencia.
Al final de la primera década del siglo XXI la crisis económica nos zarandeó hasta el punto de generar una gran crisis política y social. En la segunda década del siglo XXI creímos que saldríamos de ella con el suficiente aprendizaje para convertirnos en una sociedad mejor. La realidad de estos últimos meses lo desmiente. Seguimos con los mismos defectos y las mismas maneras hoscas en el decir, y un rencoroso posicionamiento frente al adversario, como hace quince o diez años. Los actores han cambiado, la diversidad de opciones políticas también, pero nuestro cainismo sigue presente.
Los nuevos partidos lo hacen tan mal como los viejos. Hubo un tiempo en que creímos que con la llegada de la nueva política las cosas serían distintas y que el zarandeo de las conciencias serviría para algo: acabar con la vieja política que nos había llevado a la crisis social, política y económica. Entonces pensamos también que los políticos serían distintos, con un sentido más colectivo de la decencia, incluso que los propios ciudadanos rechazaríamos formas barriobajeras de hacer política. Todo un espejismo: los nuevos líderes políticos acopian posiciones sectarias e intransigentes, en absoluto constructivas.
Uno de los partidos de la nueva política, Ciudadanos, se ha radicalizado, adoptando una deriva hacia la derecha que lo ha alejado del centro político que reivindicaba en exclusividad. Igual ocurre con Podemos, cuyo lamentable liderazgo no ha hecho más que restarle presencia política.
Al PSOE, ganador de las elecciones generales, a pesar de su exigua mayoría, se le está torpedeando la posibilidad de formar gobierno. Para ello se han utilizado argumentos que rayan la infamia: ser socio del independentismo o aliado de terroristas. La veracidad o mentira de estas afirmaciones no es lo importante, que se repitan machaconamente para que  parezcan verdad, sí. Con esto PP y Ciudadanos están alentando el protagonismo de quien no debería tenerlo: independentismo e izquierda abertzale. Y con relatos plagados de mentiras están demostrando que España les importa poco. Su fariseísmo es obsceno: hablan de los otros enemigos de España y, sin embargo, se alían con VOX, quien precisamente maneja unas ideas poco recomendables para la construcción de la convivencia nacional y de una sociedad más justa e igualitaria.
España necesita formar pronto un nuevo gobierno. El país y las necesidades de la ciudadanía lo demandan. La celebración de unas nuevas elecciones sería un fracaso general achacable a la clase política. Obstaculizar la formación de un gobierno es una deslealtad con España, y si viene de la mano de aquellos que hacen del patriotismo su bandera, una traición. Los partidos de la derecha no tienen la aritmética parlamentaria que les permita formarlo, como sí hicieron en Andalucía; sin embargo, están haciendo todo lo posible para dificultar que lo haga el PSOE. Tampoco Podemos está ayudando mucho, la obsesión por entrar en el gobierno no me parece la mejor opción. Con ellos el nuevo gobierno estaría más preocupado por su coordinación interna que en trabajar por el país.
El tiempo político que no quisimos que regresara, ahora nos aplasta como una apisonadora.
* Artículo publicado en Ideal el 15/07/2019