Son malos tiempos para el socialismo. Esta podría ser
una frase lapidaria, de las que gusta utilizar en tiempos calamitosos, si no
fuera porque encierra un trasfondo de amargura y desilusión. El socialismo
democrático parece no encontrar el ritmo adecuado a sus brazadas para nadar en
unas aguas revueltas mecidas por vientos que no controla.
Preguntarnos si el socialismo está en crisis es como
abordar la cuestión de si nosotros mismos somos capaces de acomodarnos a una
nueva forma de vida que nos es extraña. Ricardo Piglia decía en una reciente
entrevista que escribía porque estaba desajustado con la vida. El desajuste con
la vida es parte de la condición humana, es sin duda el gran reto de nuestra
existencia. Si para Ortega y Gasset la vida era un rosario de colisiones con el
futuro, no comprender el futuro que pretendemos, ni el camino que habremos de
trazar para llegar a él, es como mantenerse en una disputa irresoluble.
Construir un entorno a nuestra medida es la aspiración
de todos, que nos lo construyan otros entraña no solo desajustes sino también
el modo de estar desacoplados permanentemente. Ese deseo de construcción del
mundo es más intenso en el pensamiento socialista que en el pensamiento
liberal, acaso porque este es quien ha marcado la pauta en el mundo que
conocemos desde el siglo XVIII. Jacques Derrida hablaba de la deconstrucción
como concepto para ir más allá de la envoltura retórica y así superar la
hecatombe que supone no alcanzar la sabiduría que se nos pretende ocultar. El
socialismo democrático, desde su nacimiento en el siglo XIX, ha luchado por
cambiar el mundo, muchas veces lo ha conseguido, cuando el poder ha estado en
sus manos, pero casi siempre ha llegado a la epidermis de la sociedad más que a
sus órganos internos.
En Europa el socialismo vive un momento crítico, y en
España donde más. Dos razones podrían servirnos de explicación, aunque haya más.
La primera: su difícil encaje en un mundo cambiante tras la caída del muro de
Berlín, dominado por el neoliberalismo. Una crisis económica siempre es una
oportunidad para los grandes poderes, y la reciente lo ha desestabilizado todo,
incluso culpando al socialismo de todos los males económicos. La excusa de la
crisis provocó la pérdida de derechos y libertades, del Estado del bienestar
pasamos al Estado de precariedad, y el socialismo antes de remontar vuelo
construía un discurso que sonaba a rancio y manido, sin argumentación
ideológica, cuando tal vez hubiese sido el momento ‘ideal’ para que de él
emanara un nuevo proyecto histórico; por el contrario, se ha perdido en
discursos metonímicos para justificar antes que proponer cambios profundos.
Sin encontrar repuestas, ni generar un paradigma
diferente, su alegato social (derechos sociales, servicios sociales, justicia
social, igualdad de oportunidades…) ha sido insuficiente. Se ha movido con
demasiadas estrategias cortoplacistas, confundidas en arengas diseñadas para el
marketing y el eslogan publicitario. Y en tal caso, se han disipado los valores
de la izquierda y ese proyecto histórico al que está llamado. Como preguntaba Sami Naïr: ¿estamos
ante una fuerza de transformación social o está solo constreñida para hacer
funcionar ‘bien’ el capitalismo y no la emancipación de la sociedad?
Durante la crisis, los movimientos sociales (la calle)
han sostenido un discurso y el socialismo oficial otro, se ha evidenciado una falta
de sintonía entre el socialismo y la sociedad herida, al tiempo que compartía los
males de la sociedad resquebrajada: corrupción, contradicciones ideológicas,
puertas giratorias, pensiones vitalicias, discursos vacíos de contenido… La
frustración de las mayorías sociales se ha hecho patente. Entre tanto el socialismo
estaba absorto en el beso semiológico de disertaciones repetitivas y acomodadas
a la palabrería fácil, otros movimientos políticos han incorporado ese malestar
y las reivindicaciones ciudadanas como base de un nuevo mensaje.
La segunda de esas razones: el uso poco ético y digno de
la organización por parte de algunas élites socialistas. Ambición por los
cargos, aburguesamiento en las acciones, acomodo a un sistema político para eternizarse…,
son males que deberían estar erradicados por la contradicción interna que
supone entre el decir y el hacer. Una lacra que hace al socialismo estar bajo
sospecha ante la sociedad. Asimismo, muchas de las mejores cabezas del
socialismo han sido desplazadas o excluidas. Demasiadas acciones y estrategias conservadoras,
contrarias al pensamiento socialista, privándolo de su vocación de instrumento
de cambio y virándolo hacia una derechización de sus postulados.
El socialismo se ha dejado vencer por el tedio y la
rutina, por la tosquedad de las formas y la indigencia de un pensamiento
volátil y etéreo, falto de ideología, cuando más necesario era que fuese tanto el
referente de salvación frente a la indignidad como el asidero moral frente a la
indecencia. Se ha dejado vencer, lo ha dejado vencer esa mediocre
oligarquía local y autonómica que lo utiliza como bastión para sostener su mezquindad
antes que ennoblecerlo como alma y sentimiento de la gente que necesita creer
en el ser humano.
Los resultados electorales de diciembre han venido a
corroborar la crónica de una muerte anunciada. Lejos queda en el partido
socialista la necesaria regeneración democrática. Haber cambiado la cúpula
federal con unas elecciones primarias no ha sido suficiente, la regeneración
tiene que llegar a los resortes autonómicos y provinciales, donde se hallan las
estructuras de poder próximas a la gente, pero también los peores vicios con
dirigentes que lo utilizan como plataforma personal de control y reproducción
de su permanencia en el poder. Los vecinos no perdonan lo que están viendo en
dirigentes locales, ni las prácticas endogámicas que observan.
El socialismo es más que un mero pensamiento, es una
ideología para remover conciencias y provocar situaciones prácticas a favor del
ser humano. En él debe prevalecer el mensaje ‘evangélico’ que obliga a mirar
antes por los demás que por uno mismo.
* Artículo publicado en el periódico Ideal de Granada,
11/1/2016.
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