Cinco
años pueden ser mucho o, tal vez, muy poco. Gil de Biedma escribió aquello de “cuando de casi todo hace cuarenta
años”, y esa misma sensación tenemos con aquella ocupación de la Puerta del Sol
en mayo de 2011, como si hubiera pasado ya mucho tiempo. Pero sólo han transcurrido
cinco años… ¡y lo que se ha removido nuestro país en ese lustro!
El
movimiento del 15-M fue un estremecimiento de la sociedad española de 2011, que
estaba sufriendo las consecuencias más canallas de una crisis económica que aún
no nos ha abandonado. La gente, harta de tantas mentiras, de los mismos convencionalismos
que no daban respuesta a los problemas reales de la gente, de escuchar los
mismos relatos inventados para mantener el estatus quo, dijo: ¡basta!
Los
partidos de siempre abrieron sus ojos ante aquel espectacular movimiento que
concitó la atención internacional, pero creyeron que no les afectaría, que
sería flor de un día y que el tiempo diluiría aquella protesta sin más. Quizá por
eso (descalificaron el movimiento desde sus inicios) no pusieron oídos a todas
las reivindicaciones que se escuchaban en las plazas públicas de toda España.
Hoy
tengo la impresión de que esos mismos partidos tradicionales han dejado pasar
una excelente oportunidad para haber aprendido algo de la gente. Su táctica de dejar
pasar el tiempo y esperar que todo vuelva a su cauce por su propio peso les ha
fallado. La persistencia de las ideas de ese movimiento, trasladadas a las ‘mareas’,
les obligó a construir relatos que confundieran a la gente y denostaran a tales
movimientos. Estaba en juego la pervivencia de unos privilegios y prebendas de
una clase política que no estaba dispuesta a privarse de ellos sin más. Aquellos
tiempos en que todo parecía tan cómodo y se pastoreaba a la gente para que llenasen
el granero de los votos, por el momento, no volverán.
Los
cambios son lentos, pero aquel estremecimiento del país en 2011 removió muchos
cimientos en los que se había instalado una democracia que fue acomodándose a la
medida de algunos: impunidad de la corrupción, privilegios de los políticos, democracia para uso interesado, sostenimiento
del poder a través de un sistema turnista… Mucha gente de izquierdas,
socialdemócratas convencidos, sentimos entonces que aquel movimiento trajo el zarandeo
que necesitaba el país, que era lo que necesitaba la democracia española y, por
qué no, el socialismo español, tras tres décadas en que la democracia la
habíamos llevado a un estadio de cierto inmovilismo, casi paralizándola, poniéndola
en un pedestal como un florero que se mira pero no se toca (ni siquiera para
quitarle el polvo) y que estaba esclerotizada. Todos los socialdemócratas que
vimos esto nos convertimos en versos sueltos, nos salimos del encuadre que captaba
la imagen oficial de la foto. Lamento que no recogiéramos más enseñanzas de
aquellas voces desgarradas que clamaban por tanta necesidad de democracia y
tanta transparencia en la vida pública.
La
derecha ninguneó aquel movimiento y siguió a lo suyo: poner en ‘su orden lógico’
este mundo que se había ‘desmadrado’ con lo del estado del bienestar. Así, la ‘oportuna’
crisis económica vino a hacerle el trabajo sucio y darle los argumentos ‘ideales’
(recortes, privatizaciones, déficit, escaso gasto público), de modo que el mundo
volvería al estado que le gusta: mantener a la gente en el estadio de desear
todo lo que le ofrece el capitalismo consumista, al tiempo que controla sus
vidas a través de mantenerlos en un estado de subsistencia avanzada que les convierta
en ‘usuarios con posibles’ para adquirir todo lo que el consumo de masas les
ofrece (clientes garantizados), pero no para mucho más, y así tenerlos siempre
sujetos del bolsillo. Los grandes poderes económicos dijeron a los gobiernos
cómo habrían de manejar la crisis: recortar y recortar, argüir el déficit
presupuestario, empobrecer al noventa por ciento de la población, limitar derechos
y libertades, de manera que todo volviera a su estado natural: mantener el
control sobre las vidas y las necesidades de la gente.
La
izquierda, atrapada en sus propias contradicciones, también ninguneó aquello
del 15-M y se olvidó de la revolución, como si eso fuera una ordinariez. Mantuvo
el discurso del estado del bienestar, como si éste fuera eterno por imposición
divina, pero sin darse cuenta que para ello necesitaba, antes que gestionar, controlar
los resortes económicos que dominaban otros, y sin los cuales el estado del
bienestar en una declaración de intenciones más que un derecho consolidado (estatutos
de autonomía recogían derechos que no se cumplen). La izquierda no escuchó aquellas
voces (muchas de ellas íntimamente conectadas con sus principios más básicos),
pensó que sería el sueño de una noche de verano (todavía lo cree) y no se dio
cuenta que aquello zarandeaba no solo sus cimientos sino también su granero de
votos. Se despistó tanto que hasta pensó que era mejor aliarse con la nueva
derecha antes que optar por mantenerse fiel en su dimensión social y política a
principios irrenunciables del pensamiento socialdemócrata: anteponer la
ciudadanía a la mera gestión del sistema capitalista o escuchar antes a la
gente que a las celestiales músicas de los poderes económicos que prometen mundos
que solo a ellos benefician.
Me
pregunto ahora si realmente ese movimiento del 15-M cambió tantas cosas. Pero
de lo que estoy seguro es que aquel estremecimiento ha quedado instalado en
nuestras conciencias.
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