domingo, 15 de mayo de 2016

AQUELLO DEL 15-M

Cinco años pueden ser mucho o, tal vez, muy poco. Gil de Biedma escribió  aquello de “cuando de casi todo hace cuarenta años”, y esa misma sensación tenemos con aquella ocupación de la Puerta del Sol en mayo de 2011, como si hubiera pasado ya mucho tiempo. Pero sólo han transcurrido cinco años… ¡y lo que se ha removido nuestro país en ese lustro!

El movimiento del 15-M fue un estremecimiento de la sociedad española de 2011, que estaba sufriendo las consecuencias más canallas de una crisis económica que aún no nos ha abandonado. La gente, harta de tantas mentiras, de los mismos convencionalismos que no daban respuesta a los problemas reales de la gente, de escuchar los mismos relatos inventados para mantener el estatus quo, dijo: ¡basta!

Los partidos de siempre abrieron sus ojos ante aquel espectacular movimiento que concitó la atención internacional, pero creyeron que no les afectaría, que sería flor de un día y que el tiempo diluiría aquella protesta sin más. Quizá por eso (descalificaron el movimiento desde sus inicios) no pusieron oídos a todas las reivindicaciones que se escuchaban en las plazas públicas de toda España.

Hoy tengo la impresión de que esos mismos partidos tradicionales han dejado pasar una excelente oportunidad para haber aprendido algo de la gente. Su táctica de dejar pasar el tiempo y esperar que todo vuelva a su cauce por su propio peso les ha fallado. La persistencia de las ideas de ese movimiento, trasladadas a las ‘mareas’, les obligó a construir relatos que confundieran a la gente y denostaran a tales movimientos. Estaba en juego la pervivencia de unos privilegios y prebendas de una clase política que no estaba dispuesta a privarse de ellos sin más. Aquellos tiempos en que todo parecía tan cómodo y se pastoreaba a la gente para que llenasen el granero de los votos, por el momento, no volverán.

Los cambios son lentos, pero aquel estremecimiento del país en 2011 removió muchos cimientos en los que se había instalado una democracia que fue acomodándose a la medida de algunos: impunidad de la corrupción, privilegios de los políticos,  democracia para uso interesado, sostenimiento del poder a través de un sistema turnista… Mucha gente de izquierdas, socialdemócratas convencidos, sentimos entonces que aquel movimiento trajo el zarandeo que necesitaba el país, que era lo que necesitaba la democracia española y, por qué no, el socialismo español, tras tres décadas en que la democracia la habíamos llevado a un estadio de cierto inmovilismo, casi paralizándola, poniéndola en un pedestal como un florero que se mira pero no se toca (ni siquiera para quitarle el polvo) y que estaba esclerotizada. Todos los socialdemócratas que vimos esto nos convertimos en versos sueltos, nos salimos del encuadre que captaba la imagen oficial de la foto. Lamento que no recogiéramos más enseñanzas de aquellas voces desgarradas que clamaban por tanta necesidad de democracia y tanta transparencia en la vida pública.

La derecha ninguneó aquel movimiento y siguió a lo suyo: poner en ‘su orden lógico’ este mundo que se había ‘desmadrado’ con lo del estado del bienestar. Así, la ‘oportuna’ crisis económica vino a hacerle el trabajo sucio y darle los argumentos ‘ideales’ (recortes, privatizaciones, déficit, escaso gasto público), de modo que el mundo volvería al estado que le gusta: mantener a la gente en el estadio de desear todo lo que le ofrece el capitalismo consumista, al tiempo que controla sus vidas a través de mantenerlos en un estado de subsistencia avanzada que les convierta en ‘usuarios con posibles’ para adquirir todo lo que el consumo de masas les ofrece (clientes garantizados), pero no para mucho más, y así tenerlos siempre sujetos del bolsillo. Los grandes poderes económicos dijeron a los gobiernos cómo habrían de manejar la crisis: recortar y recortar, argüir el déficit presupuestario, empobrecer al noventa por ciento de la población, limitar derechos y libertades, de manera que todo volviera a su estado natural: mantener el control sobre las vidas y las necesidades de la gente.  

La izquierda, atrapada en sus propias contradicciones, también ninguneó aquello del 15-M y se olvidó de la revolución, como si eso fuera una ordinariez. Mantuvo el discurso del estado del bienestar, como si éste fuera eterno por imposición divina, pero sin darse cuenta que para ello necesitaba, antes que gestionar, controlar los resortes económicos que dominaban otros, y sin los cuales el estado del bienestar en una declaración de intenciones más que un derecho consolidado (estatutos de autonomía recogían derechos que no se cumplen). La izquierda no escuchó aquellas voces (muchas de ellas íntimamente conectadas con sus principios más básicos), pensó que sería el sueño de una noche de verano (todavía lo cree) y no se dio cuenta que aquello zarandeaba no solo sus cimientos sino también su granero de votos. Se despistó tanto que hasta pensó que era mejor aliarse con la nueva derecha antes que optar por mantenerse fiel en su dimensión social y política a principios irrenunciables del pensamiento socialdemócrata: anteponer la ciudadanía a la mera gestión del sistema capitalista o escuchar antes a la gente que a las celestiales músicas de los poderes económicos que prometen mundos que solo a ellos benefician.

Me pregunto ahora si realmente ese movimiento del 15-M cambió tantas cosas. Pero de lo que estoy seguro es que aquel estremecimiento ha quedado instalado en nuestras conciencias.

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