Reivindicar el valor de la política parece estar de moda. Acaso sea porque la echamos de menos después de haberla denostado creyéndola poco necesaria para pensar en las cosas de la vida. Ha habido un tiempo en que era como si la política nos estorbara, como si su concurso fuese una obviedad innecesaria ejercida por los menos cualificados. Y ello nos ha conducido a tomar decisiones basadas en retóricas alejadas de principios de solidez contrastada; y también a atrincheradas 'políticas' de andar por casa que pensaban más en la efímera prontitud de lo inmediato que en las aspiraciones de futuro. Ahora cuando hemos querido darnos cuenta de que realmente nos hace falta para salir de la crisis y construir una sociedad más justa nuestro endeble andamiaje de valores y principios de moda se nos ha venido abajo.
Para qué queremos la política si con la gestión nos basta. Así podríamos interpretar uno de los mensajes que J. F. Lyotard lanzaba en La condición posmoderna, en ese discurso que deslegitimizaba los principios de la sociedad sustentada en la ilustración, en la razón y en el saber. El resultado lo estamos viendo: todo lo que se apoyaba en el conocimiento, la razón, el universalismo o la verdad basada en el pensamiento ha sido despreciado. Aquí se encierra parte de la historia del posmodernismo que ha viciado nuestra realidad hasta confundirnos y hacernos dudar dónde encontrar realmente la verdad. De ahí el empeño por minusvalorar la política como instrumento público y aprovechar el vacío consiguiente para imponer otros objetivos lejanos a los de la sociedad en su conjunto.
Vivir en una crisis económica del calado de la que nos azota desde hace ya casi un lustro no es tarea fácil. Y la empresa se hace más difícil cuando observamos la facilidad con que se cae en las trampas que se tienden en estos momentos de desconcierto. Una de ellas: hacernos creer que los ciudadanos somos los culpables de esta crisis; y otra: mostrarnos el poco valor de la política y, en tal caso, teñirla de un irritante descrédito. No olvidemos que existen determinados poderes (políticos y económicos) que no les interesa que la política se integre en el espacio social de la ciudadanía, ni que los ciudadanos seamos partícipes de ella. Ahí está una de las razones de este descrédito: las malas prácticas de los propios políticos, unos por inactividad, algunos por su bajo perfil y otros por su incapacidad. La crisis económica nos ha desvelado la facilidad con la que el poder político ha caído bajo los dictados del poder económico, haciendo de la política y de los políticos una estructura social de segundo rango.
Aunque más política haga falta, vemos como se prodiga el discurso que apuesta por una reducción del Estado, único referente donde la ciudadanía se ve representada. Un camino que sin duda conduce a su debilitamiento frente a otros poderes no democráticos. Por tanto, la recuperación de la política como factor galvanizador de la sociedad y centro de actuación ciudadana es una necesidad democrática. Si no, el sesgo ultraliberal, predicado por sus paladines desde hace más de treinta años, eso de que sólo la libertad de mercado es suficiente para el progreso de la humanidad, seguirá haciéndose fuerte a costa de unas sociedades adormecidas y anestesiadas tanto por poderes políticos como económicos, y por el fomento de políticas contrarias a una ciudadanía activa tendentes a menoscabar la conciencia social del ciudadano hasta abocarlo a actitudes de una indolencia exasperante. Estos malhumorados tiempos han llevado al empobrecimiento general de grandes capas de la sociedad, no sólo en lo económico, sino también a la desolación de la conciencia social, intelectual y hasta me atrevería a decir moral. Y si no se remedia, atrás quedarán para mucho tiempo las grandes conquistas políticas, sociales y ciudadanas de los dos últimos siglos.
Ahora más que nunca la política ha de estar participada por la ciudadanía, será una de las maneras de mitigar esa brecha que, en opinión de Alain Touraine en su obra Después de la crisis, separa la economía de la sociedad como efecto de las actuales prácticas especulativas y financieras. Si el ciudadano se inhibe habrá otro que haga por él lo que a él le atañe, y con intereses alejados de la mayoría social. Implicarse en política no sólo tiene que hacerse en un partido político, existen otros espacios y organizaciones donde el activismo es también una seña de identidad: sindicatos, ONGs u otras organizaciones, allí donde cada cual se sienta más cómodo. No dejemos ese espacio que pertenece a la ciudadanía a quienes pretenden apropiarse de él de una manera grosera e insolente. Si le dejamos campo libre al poder económico, este nos arrastrará por el camino de sus intereses; si se lo dejamos al poder político poco comprometido con la ciudadanía, este se plegará a los intereses de los más espabilados y a los designios de poderosos y poderes fácticos.
La inhibición en política acarreará una peligrosa pérdida de calidad democrática. Vivimos tiempos en los que las opciones populistas, demagógicas, xenófobas o de una visión unilateral de la sociedad pueden encontrar el caldo de cultivo para prosperar, como nos ha enseñado la Historia, y como hemos visto que ha ocurrido en Francia, Holanda o Suiza, donde las opciones de ultraderecha de tintes xenófobos han experimentado un notable ascenso en la última década. Los partidos políticos en España deben tomar nota de ello y convertirse en auténticos espacios para la musculación de la democracia. Y deben evitar transformarse en el anacronismo de una sociedad que demanda de ellos algo más que una votación cada cuatro años para estar el resto del tiempo dedicados a peleas y discusiones de escaso beneficio para el ciudadano. A menos ciudadanía, más desencanto en la sociedad; a menos participación, menos democracia. El despertar de una ciudadanía activa es parte del futuro de las sociedades.
*Artículo publicado en el periódico Ideal de Granada, 13/09/2012.
1 comentario:
La política bien empleada siempre es buena para la gente. Lo malo es el mal uso que se hace de ella.
Me gusta este artículo, es muy acertado.
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